Se amaban.
En la oscuridad sus cuerpos parecían fantasmas.
Se amaban y en el cuarto sus vestidos vacíos eran como
los árboles desnudos del jardín en un día de niebla.
Pero ellos se amaban.
Habían encendido un cigarrillo y fumaban los dos,
cuidando siempre de colocar los labios en el hueco que dejaban los labios,
así como besándose.
Procuraban que nada separase sus cuerpos.
No hacía falta hablar. Lo habían dicho todo.
Sólo los ojos parpadeaban a veces sin luz,
buscando los contornos del otro cuerpo amado.
y luego se estrechaban de nuevo los dos cuerpos y se enlazaban
y los dientes ansiosos encontraban la carne
y estallaban las luces en la pared del fondo.
Y el cuerpo no quería perder el otro cuerpo.
Y el tiempo aceleraba el corazón y se oía una música lejana
y el silbido de un tren en la estación del Norte.
Se amaban.
Inventaban de nuevo la razón de existir.
Sus bocas respiraban con el nuevo compás y sus manos yacían,
ya agotadas, sobre el cuerpo infinito del amante, en la sombra.
Fuera quedaba todo. La vida era el amor.
Lo real era el cuarto, con sus sillas al fondo, un espejo,
un viejo candelabro y un reloj que marcaba siempre la hora de llegar.
Se amaban.
Todo estaba muy claro. Sobre el mundo,
por todo, se seguían amando.
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