El año pasado luchamos en las puertas del sangkan;
este año, a lo largo de los lechos de los ríos en el Pamir,
hemos lavado nuestras espadas en la espuma de los mares partos
y apacentamos nuestros caballos entre las nieves de Tienshan.
Después de una campaña de diez mil líes
nuestros hombres están fatigados y envejecidos.
Batallar, masacrar, para los hunos es igual que sembrar:
huesos blancos son la única cosecha en estas arenas amarillas.
Donde la Casa de Chin construyó la Gran Muralla contra los nómades,
la Casa de Han conservó encendidos los fuegos del faro
y éstos arden aún:
parece que no hay fin para la lucha.
En el yermo los hombres se cortan en pedazos,
caballos sin jinete relinchan furiosamente hacia los cielos,
milanos y cuervos arrancan las entrañas humanas,
vuelan con ellas y las cuelgan
en las ramas de los árboles muertos.
La sangre de los soldados mancha la hierba y las zarzas.
¿Para qué sirve un jefe sin sus tropas?
La guerra es algo temible
y el príncipe juicioso recurre a ella sólo si debe hacerlo.
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