Ha escrito que “no nos hacemos adultos del todo hasta que sufrimos una gran pérdida”, quedándose sin aire como si saliera del profundo pozo de sí mismo con un cuchillo oxidado entre los dientes y un sabor a sangre en el reverso de la lengua. Pero en la mirada del poeta no hay nada; ni enigmas, ni vestigios de otros mundos, ni los símbolos del verbo o del recuerdo. Pisa la tierra y agita sus manos como si fuesen las extremidades de un fantasma, abraza espaldas en las que adivina futuras cicatrices, tatuajes que acreditan una cartografía de emociones, y emplea metáforas como conchas de piedra en las que se escucha a sí mismo dentro de unos años limpiando una escopeta o poniendo un papel en blanco bajo el microscopio.
Todo le empuja al mismo destino sin rumbo: descifrar las palabras según un código enemigo para luego ordenarlas movido por oscuras consonancias antes que su memoria se convierta en una gigantesca ola que lo engulle todo, la madera seca, la vida en movimiento, los cuerpos aún calientes en un vacío sin fondo,
y transforme su pasado en un pueblo sumergido bajo la muda vibración del tiempo y el espacio.
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