Y qué será de aquellos desconocidos que esperan al borde del camino, en rutas desérticas, áridas, de los que viajan en sus dudas y se detienen en un infinito instante. Dicen los lugareños que son difíciles de divisar… A la distancia, solo se ven sus contornos y a medida que te acercas a esa especie de espectros, se esfuman como tormentas en el desierto… Algunas personas del pueblo más cercano al camino, tuvieron la desgracia o la virtud de percibirlos… porque no es cuestión de mirar con los ojos, me dijo la vieja más vieja del distrito… Digo desgracias de verlos porque todo aquel que vio a uno de ellos, está inmerso en una angustia trascendental que se le instala en sus rostros para nunca más desaparecer… y la virtud es que han develado un misterio criollo…. Hay pocos testimonios, pocas certezas, mucha desconfianza. En fin relatos que van, vienen y se degeneran en la labia del vaya y venga… En este pueblo se comenta que cuando atraviesas el desierto, en cualquier momento del día puede aparecer al borde de la ruta, una especie de figura humana, inmóvil aparenta esperar algo, siempre cabizbajo, mirando tal vez sus tormentos, no hacen dedos ni piden ayuda, no esperan nada de nadie… apenas se ven sus espaldas en sacos de cueros marrones, ni mujer ni hombre, nadie los miró de frente, porque cuando por el retrovisor del auto miras… solo ves el desierto en su inmensidad y nada más…
Los noctámbulos poetas o borrachines de alcantarillas, dicen que son viajantes que perdieron el destino por algún amor no correspondido, el último que vio a uno, atestigua que colgaba un cartel en su espalda que decía: Viajo hacia una inclemencia eterna por el ninguneo de tu mirada… “Parece que se le escapó la tortuga”, me dijo el contemplador de sucesos.
Al llegar a la ciudad después de un largo viaje y sin poder develar el misterio de por qué existen estos seres, quiénes son, cuál es su propósito, qué buscan, etc… y otras tantas inquietudes que quedaron intrigantes, saqué mis propias conclusiones de lo que había experimentado por esos días:
Cuando se está en medio de un desierto, a la espera de una ráfaga de viento húmedo que desencadene alguna tormenta, la cosa se complica. Pero todo viajante que se detiene a la vera del camino, se detiene en su incertidumbre;
Y en el desconcertado horizonte de sus reservadas miradas, se oyen las silenciosas palabras de aduladores de lluvias y vientos foráneos, con palabras envueltas en crapulosos florilegios de opiniones y consejos mermados de vigor (si no son más que transeúntes adeptos al recelo).
Los viajantes de cabellos sueltos y crispados, que se encuentran a la vera del espanto repiensan la búsqueda por la búsqueda, siempre animados a encontrar en algún rincón inhóspito de la nada dudosa, un cascote insignificante (tal vez cimiento de monumentos condecorados o amontonamiento de cachiquengue). Harapientos y desmedidos defienden sus mañas y no comparten sus soledades, cargan con metáforas portátiles en sus bolsillos para contratar un desvelo en plena noche, y así, seducir a la muerte y brindar con el absurdo.
Y aunque se encuentren en medio de un desierto, entre tanto cascotes y granitos, ansían por el advenimiento de una copiosa lluvia sabiendo que nunca llegarán, entonces decidirán seguir un rumbo igual al que venían trayendo y se esfuman, desaparecen. Porque sienten que al costado de cualquier camino solo se puede aguardar por un viento occidental que sopla basura y pudra talentos, o se aguarde por una precipitación menuda, que ni alcancen a acariciar la sed de la tierra.
Los noctámbulos poetas o borrachines de alcantarillas, dicen que son viajantes que perdieron el destino por algún amor no correspondido, el último que vio a uno, atestigua que colgaba un cartel en su espalda que decía: Viajo hacia una inclemencia eterna por el ninguneo de tu mirada… “Parece que se le escapó la tortuga”, me dijo el contemplador de sucesos.
Al llegar a la ciudad después de un largo viaje y sin poder develar el misterio de por qué existen estos seres, quiénes son, cuál es su propósito, qué buscan, etc… y otras tantas inquietudes que quedaron intrigantes, saqué mis propias conclusiones de lo que había experimentado por esos días:
Cuando se está en medio de un desierto, a la espera de una ráfaga de viento húmedo que desencadene alguna tormenta, la cosa se complica. Pero todo viajante que se detiene a la vera del camino, se detiene en su incertidumbre;
Y en el desconcertado horizonte de sus reservadas miradas, se oyen las silenciosas palabras de aduladores de lluvias y vientos foráneos, con palabras envueltas en crapulosos florilegios de opiniones y consejos mermados de vigor (si no son más que transeúntes adeptos al recelo).
Los viajantes de cabellos sueltos y crispados, que se encuentran a la vera del espanto repiensan la búsqueda por la búsqueda, siempre animados a encontrar en algún rincón inhóspito de la nada dudosa, un cascote insignificante (tal vez cimiento de monumentos condecorados o amontonamiento de cachiquengue). Harapientos y desmedidos defienden sus mañas y no comparten sus soledades, cargan con metáforas portátiles en sus bolsillos para contratar un desvelo en plena noche, y así, seducir a la muerte y brindar con el absurdo.
Y aunque se encuentren en medio de un desierto, entre tanto cascotes y granitos, ansían por el advenimiento de una copiosa lluvia sabiendo que nunca llegarán, entonces decidirán seguir un rumbo igual al que venían trayendo y se esfuman, desaparecen. Porque sienten que al costado de cualquier camino solo se puede aguardar por un viento occidental que sopla basura y pudra talentos, o se aguarde por una precipitación menuda, que ni alcancen a acariciar la sed de la tierra.
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