Mi sobrina solía preguntarse si la Pantera Rosa era hombre o mujer. Parecía una pregunta sencilla pero observando programa tras programa se veía al bicho rosado flirteando con toda clase de criaturas: desde hombrecillos calvos y narizones hasta conejitas rubias y sensuales. Su objetivo era imponer un color y estaba dispuesta a todo por lograrlo. El inspector era torpe y desaseado como cualquier francés. Quizá hasta pudiera acusársele de misógino y xenófobo (como a cualquier francés) pero su sexualidad (a diferencia de la de cualquier francés) no estaba en entredicho. La Pantera en cambio dejaba a su paso un mar de dudas y, como solía decir mi sobrina: tiene agujeros aquí. ¿Para qué preguntas tonterías?
Reviraba el amante padre de mugrientos calzoncillos (todos rotos en la misma parte) y la niña decía: Para saber. En realidad mi sobrina tenía cuatro años y era una máquina de preguntas y chillidos. Sus inquietudes me divertían y trataba de dar respuesta a todas pero el amante padre siempre estaba acusándome de corruptor. Tenía la mente más sucia que los calzoncillos y sólo se acercaba a la niña para prevenirla en mi contra. A la pobre, asustada por los comentarios del padre, no le quedaba otra opción que preguntarse a sí misma. La escuchaba jugando a eso e improvisando respuestas: La Pantera es un diablo bueno. Mi papá tiene un cuchillo en el jopo (por los rotos de los calzoncillos, supongo). Cada vez me intrigaba más la Pantera. ¿Qué cosa era? No hablaba, no tenía sexo definido, no era particularmente sabia o generosa, sus ojos no eran soñadores. Su plan era pintarlo todo de aquel color... su color. Aceptar las diferencias no hacía parte de su carácter. Flecha Verde también me hacía pensar. Era sin duda el más opaco de los paladines, una especie de chivo expiatorio entre los superhéroes. Casi nunca se le tomaba en cuenta, Superman no le dirigía la palabra, ningún niño quería disfrazarse de él. Sus poderes eran escasos y limitados, su otra personalidad daba grima. Las aventuras que tenía eran aburridas y siempre al final algún miembro de la Liga debía sacarlo del atolladero. A veces compartía pista con Linterna Verde y entonces Flecha era nulo. No me gustaba ese cómplice; destilaba arrogancia y saltaba a la vista el desprecio que sentía por Flecha. Viñeta tras viñeta quedaba claro que Flecha no era más que relleno y escenografía para verdaderos superhéroes. Pero tenía agallas: nunca se quejaba, no hacía reclamos a su creador. Cero envidias, cero chismes. Hacía lo suyo y punto. Una vez, creo que acababa de cumplir 15, fui a una fiesta disfrazado de Flecha. Estaba en un rincón mirando a una linda Cenicienta de ojazos negros cuando un pirata flaco se acercó a preguntarme de qué estaba disfrazado. —Flecha Verde —respondí. —¿Y quién carajos es ése? —El amigo de Linterna. —¿Linterna Verde tiene un amigo así? Antes que pudiera responderle ya había girado sobre sus talones y se dirigía hacia mi Cenicienta. Un Peter Pan gordo se paró a mi lado. —¿Qué hay, Robin? —Soy Flecha —dije. —No, eres el señor Hood. —¿Quieres problemas? —Con un ladrón justiciero jamás. Lo acuellé. Se puso rojo y empezó a patalear. El pirata flaco y la bella Cenicienta vinieron en su ayuda. —Por favor, suéltalo —dijo ella con angustia. —¿Es tu novio? —pregunté sin quitar las manos del gordo. —Es su hermano menor —dijo el pirata aplicándome una llave de yudo por la espalda—. Y está enfermo de cáncer. De inmediato solté al gordo que se abrazó a ella. El pirata me liberó. Le ofrecí disculpas al gordo y a su hermana. Sus ojos negros me observaban con rabia y curiosidad. —¿Qué disfraz es ese? —Robin Hood —dijo el gordo. —No —dijo ella—. Es el Capitán Garfio y olvidó el garfio. Rieron. El gordo le propuso al pirata ir por algo de comer. Sin despedirse se alejaron; el pirata y su Cenicienta iban agarrados de la mano. Después de tomar dos rones con cocacola me puse a dar vueltas hasta que Cleopatra me sonrió desde un sofá. Hablamos, tenía edad para ser mi madre y estaba borracha. Bebimos hasta acabar su trago y me propuso ir por más. La seguí dando tumbos. Nos metimos en un cuarto repleto de chécheres y ella dijo que me dejara de pendejadas y besos e hiciera lo que estaba pensando. Le dije que tenía 15 y sacó una de sus tetas. Se tumbó sobre unas cajas y abrió las piernas, no llevaba nada debajo de la falda. Cuando me estaba quitando el traje la corredera se atascó. Cleopatra, sin cambiar de posición, esperó unos minutos a que resolviera mi problema y luego perdió la paciencia. —Para ser Flash eres muy lento. —Flecha Verde —dije. El sudor me entraba en los ojos que empezaron a arderme—. El traje de Flash es rojo y tiene alas en las orejas. —Da igual quien seas —dijo camino a la puerta. La borrachera se le había pasado—. Eres patético. Apenas salió la corredera volvió a funcionar. Busqué a Cleopatra y no tardé en hallarla; estaba besándose con un apuesto Sandokan. Para nadie es un secreto que el sexo no es muy popular entre superhéroes o criaturas como la Pantera. Los primeros prefieren defender causas perdidas y el resto tiene obsesiones o se dedican a la crueldad con sus semejantes. Tampoco el dinero despierta su interés y cuando lo tienen no lo usan con un objetivo sexual. Jamás Tío Rico gastaría una de sus adoradas monedas por tirarse a una pata. Lo cierto es que las noches de los superhéroes, panteras y demás monicongos suelen ser solitarias. He conocido gente como ellos en las avenidas de una gran ciudad, iglesias abandonadas y hoteluchos de frontera: gente que no tiene el sexo por religión y es capaz de sobrevivir a solas con su conciencia. Vendedores de milagros perdidos en el desierto o chicas que no pudieron creer en el amor a pesar de tenerlo enfrente y saben que ya es demasiado tarde.
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