¡Que costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de  matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos  alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras?
Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la cajan, la  introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras,  paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando,  amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales.
Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos  derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo  dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su  muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlos a un  río?
Había de tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia,  con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se  levantarían a vivir.
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