En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los  mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso  de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada1  inició el vuelo, y un disparo  retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando  oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento  del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de  hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario.  Olía a invierno.
Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un  sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a  un prado anegado. Tenía los dedos entumecidos y el viento le quemaba la  cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la armonía,  que la propia naturaleza sentía miedo y     que, por ello, había oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo  estaba desierto y parecía especialmente sombrío. Sólo en la huerta de  las viudas, junto al río, brillaba una luz; en unas cuatro verstas a la  redonda, hasta donde estaba la aldea, todo estaba sumido en la fría  oscuridad de la noche. El estudiante recordó que     cuando salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del  zaguán, limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y  tosía; al ser Viernes Santo, en su casa no habían hecho comida y sentía  un hambre atroz. Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba que ese  mismo viento soplaba en tiempos de Riurik,     de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en aquellos  tiempos había existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas  agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo  entorno desierto, la oscuridad y el sentimiento de opresión. Todos esos  horrores habían existido, existían y existirían y, aun     cuando pasaran mil años más, la vida no sería mejor. No tenía ganas  de volver a casa.
La huerta de las  viudas se llamaba así porque la cuidaban dos viudas, madre e hija. Una  hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporroteos, iluminando a  su alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa,     una vieja alta y robusta, vestida con una zamarra de hombre, estaba  junto al fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hija Lukeria,  baja, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentada en el suelo y  fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar. Se  oían voces de hombre; eran los trabajadores     del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río
-Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a la hoguera-. ¡Buenas noches!
Vasilisa se estremeció, pero enseguida lo reconoció y sonrió afablemente.
-No te había  reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser rico.
Se  pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había vivido mucho.  Había servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en casa de  unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre  una leve y sensata sonrisa.     Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su marido, se limitaba  a mirar al estudiante y a permanecer callada, con una expresión extraña  en el rostro, como la de un sordomudo.
-En  una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la hoguera el apóstol  Pedro -dijo el estudiante, extendiendo     las manos hacia el fuego-. Eso quiere decir que también entonces  hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga y  triste a más no poder! 
Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó:
-¿Fuiste a la lectura del  Evangelio?
-Sí, fui.
-Entonces  te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy  dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y el Señor le  contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el gallo,  negarás tres veces que me  conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y  rezó, mientras el pobre Pedro, completamente agotado, con los párpados  pesados, no pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que Judas  besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos aquella misma noche. Lo  llevaron atado ante el sumo pontífice y lo azotaron,  mientras Pedro, exhausto, atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo  entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en  la tierra, los siguió... Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde  lejos, cómo lo azotaban...
Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el     estudiante.
-Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y comenzaron a interrogar a Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba Pedro y también se calentaba, como yo ahora. Una mujer, al verlo, dijo: «Éste también estaba con Jesús», lo que quería decir que también a él había que llevarlo al interrogatorio. Todos los criados que se hallaban junto al fuego le miraron, seguro, severamente, con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo reconoció de nuevo como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él: «¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que él le había dicho durante la cena... Las recordó, volvió en sí, salió del patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir de allí, lloró amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo...
-Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y comenzaron a interrogar a Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba Pedro y también se calentaba, como yo ahora. Una mujer, al verlo, dijo: «Éste también estaba con Jesús», lo que quería decir que también a él había que llevarlo al interrogatorio. Todos los criados que se hallaban junto al fuego le miraron, seguro, severamente, con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo reconoció de nuevo como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él: «¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que él le había dicho durante la cena... Las recordó, volvió en sí, salió del patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir de allí, lloró amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo...
El  estudiante suspiró y se quedó pensativo.     Vasilisa, que seguía sonriente, sollozó de pronto, gruesas y  abundantes lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras ella  interponía una manga entre su rostro y el fuego, como si se avergonzara  de sus propias lágrimas. Lukeria, por su parte, miraba fijamente al  estudiante, ruborizada, con la expresión grave y tensa, como     la de quien siente un fuerte dolor.
Los  trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado a caballo, ya  estaba cerca y la luz de la hoguera oscilaba ante él. El estudiante dio  las buenas noches a las viudas y reemprendió la marcha. De nuevo lo  envolvió la oscuridad y se entumecieron sus     manos. Hacía mucho viento; parecía, en efecto, que el invierno había  vuelto y no que al cabo de dos días llegaría la Pascua. Ahora el  estudiante pensaba en Vasilisa: si se echó a llorar es porque lo que le  sucedió a Pedro aquella terrible noche guarda alguna relación con  ella...
Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro.
Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro.
Una súbita alegría agitó su alma, e incluso  tuvo que pararse para recobrar el aliento. "El pasado -pensó- y el  presente están unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos  que surgen unos de otros". Y le pareció que acababa de ver los dos  extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba     el otro.
Luego, cruzó el río en  una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea natal y el  poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría.  Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida  humana en el huerto y en el palacio del sumo     pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo  presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y  de toda la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo  tenía veintidós años), y una inefable y dulce esperanza de felicidad,  de una misteriosa y desconocida felicidad, se     apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable,  encantadora, llena de un elevado sentido.
FIN

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