Estaba muerta, sin calor.
La herida era visible apenas en el flanco:
estrecha fuga para tanta vida.
El lienzo fúnebre era tan blanco como el cuerpo.
Jamás el ojo humano verá
más blanco que aquel blanco.
Ardía impetuosa la primavera
en los cristales donde insectos inermes
golpeaban con alas rumorosas.
Huyó el calor de ella.
Yo pregunté: ¿Duermes?
Más cerca, con risa salvaje, repetí:
¿Duermes, duermes? ¿Duermes?
Al recordar que aquel acento
no parecía el mío,
me vuelve hoy el terror.
No escuché ni un murmullo.
Cautivo de la roja arquitectura
se dilataba en el bochorno
un fuerte olor a descubierta sepultura.
El hálito invisible de la muerte
me estaba sofocando en la cerrada habitación.
Le dije nuevamente a la mujer inerte:
¿Duermes, duermes?
Nada, nada.
El lienzo fúnebre eran tan blanco
que nada, ¡nada verá el ojo de un hombre
más blanco que ese blanco!
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