Te doy lo que me dieron:
aquel sagrado olor
a la tierra mojada,
y esa voz que es el viento
entre las ramas altas.
Devuelvo lo que tuve:
los árboles hermanos,
las flores que modula
la niebla, el grillo, el pájaro
cantando en la garúa.
Ni herencia, ni legado.
Sólo pasión y tiempo.
La intensa vida, el aire,
la mañana radiante
y cielos en los ojos.
No nos llevamos nada.
¿Es que lo merecimos?
La llama del instante,
colores en el sol,
el crepúsculo juntos.
El fuego de la hoguera
donde vamos ardiendo.
¿Y veo lo que me ve?
En el momento justo,
el liso resplandor
del neto mediodía
sobre una mesa blanca
y frutas entonadas
como parientes próximos:
la luz, la gama, el iris,
limones con bananas
y la manzana verde.
En la lluvia cabemos
instantáneos, de pronto,
íntimos y gregarios,
cercanos y distantes.
La lluvia es nuestro templo.
La canción evidente,
la palabra encarnada,
lo que llegó de afuera
porque sonaba dentro.
¿O es que no somos, lengua?
Y el fuego de la especie,
horizonte y pasado.
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