Al rayar de una mañana
serena, apacible y pura,
cuando el alba su hermosura
envuelve en manto de grana,
cuando entre vivos fulgores
y entre céfiros suaves,
el espacio todo es aves
y la tierra toda flores;
y tras el lejano monte
de la noche como huella
se ve la postrer estrella
temblar en el horizonte;
y junto a la estrella está
cual maga que la sostiene,
celosa del sol que viene
la luna que ya se va
y suena la algarabía
en boscajes y colinas
de mirlos y golondrinas,
saludando al rey del día;
con una pompa real
que noble gente corteja
llegó una feliz pareja
a la iglesia Catedral.
Era selecta la grey,
pues ya la gente contaba
que el Arzobispo oficiaba
y era padrino el Virrey.
Entrando en el santuario
se fueron a arrodillar
en el más lujoso altar
de cuantos tuvo el Sagrario.
Apuestos eran él y ella;
de gran fortuna ella y él
de treinta años el doncel
y de veinte la doncella.
Los dos contentos y ufanos,
llenos de fe y de ilusiones,
ya unidos sus corazones
iban a enlazar sus manos.
De nuevas dichas en pos
se les vio salir unidos
con sus amores ungidos
por la bendición de Dios.
Y bien pronto en la ciudad
se supo con alegría
que el despuntar de aquel día
fue todo felicidad.
Repitiendo en cada hogar
que ya estaba desposada
doña Blanca de Moncada
con don Gastón de Alhamar.
II
Para rencores y duelos
de amor en el paraíso
el infierno darnos quiso
una serpiente: los celos.
No hay corazón más herido
ni con más sed de venganza
que el que pierde la esperanza
de verse correspondido.
Y que mira por su mal,
que mientras más sufre y llora,
más se distingue y se adora
a un poderoso rival.
No está, pues, mal expresado,
por quien sintió tantos dolores,
que ser rival en amores
es odiar y ser odiado.
Mientras Blanca se enlazaba
con Gastón a quien quería,
bajo la nave sombría
un hombre la contemplaba.
Era de semblante duro,
de mirar torvo y dañino:
Blanca lo halló en su camino
cual se encuentra un aire impuro.
Le repugnó su ardimiento
y él la siguió apasionado
cual si ella fuera el pecado
y él fuese el remordimiento.
En alas de la pasión
la importunaba y seguía,
y ella callaba y sufría
sin revelarlo a Gastón.
Y llegó a ser tan osado,
que le dijo con maldad:
"Por fuerza o por voluntad
has de venir a mi lado".
"Has burlado mi esperanza
me niegas tu fe y tu mano;
Blanca: soy napolitano,
cuídate de mi venganza!".
Blanca todo desdeñó,
libre de duelo y pesares,
pero llegó a los altares
y al hombre aquel encontró.
Al bajar la escalinata
vio de la nave a lo lejos,
dos ojos cuyos reflejos
le estaban diciendo: ¡ingrata!
Y brillaban por igual
ese modo que sonroja,
porque recuerdan la hoja
de envenenado puñal.
Se sintió desfallecer
tuvo miedo a oculto lazo,
y dando a Gastón el brazo
se irguió para no caer.
-¿Qué tienes? -dijo Gastón-
-¿Palideces, Blanca mía?
- Palidezco de alegría,
de contento, de emoción.
Y de la sombra al través
el napolitano herido,
clamó con sordo rugido:
"¡Caerán los dos a mis pies!".
Y con semejante infernal
como el lobo tras la oveja,
tras de la gentil pareja
salió de la Catedral.
III
¡Cuán dichoso es un hogar
donde reina una fe pura
y se cifra la ventura
en ser amado y amar!
Hermoso y seguro puerto
del mundo en las tempestades,
fanal de eternas verdades
de la vida en el desierto.
Gastón y Blanca, allí a solas,
en santa pasión se abrasan
y todas sus horas pasan
serenas como las olas.
Forma en su rica mansión
el lazo de su cariño,
un ángel de paz, un niño,
viva imagen de Gastón.
Respira el aire salubre
sin zozobra y sin fatigas
que acaricia a las espigas
en las mañanas de octubre.
Causa envidia al arrebol
de su mejilla el carmín,
y es cual la flor de un jardín
abierta al beso del sol.
En su tez sin mancha alguna
hay la limpidez de un astro,
y parece de alabastro
cuando reposa en la cuna.
Blanca dobla las rodillas
para dormido admirarlo.
Gastón, por no despertarlo,
se le acerca de puntillas.
Y apasionados él y ella
lo ven con dulces sonrojos,
cual ven unos mismos ojos
la luz de una misma estrella.
Y la flor recién nacida
talismán de dichas era,
porque la ilusión primera
¡le dio en un beso la vida!
Cuando soñaron los dos
por primogénito un hombre,
pensaron: tendrá por nombre
"El regalado por Dios".
Y cumplido el noble afán,
igual en Blanca y Gastón,
como Dios le dio un varón
le dieron por nombre: Juan.
Y trajo rasgos tan bellos
de gracia viril tesoro,
y era tan brillante el oro
de sus rizados cabellos,
que al llevarlo ante la Cruz
a recibir el bautismo,
que forma en el cristianismo
Jordán de gracia y de luz,
soñándolo ya un artista
o pensador de renombre,
lo advocaron bajo el nombre
de Juan el Evangelista.
Y así aquel niño sin par,
flor de celestes pensiles,
miró lucir tres abriles
sin lágrimas en su hogar.
Siempre en la faz de Gastón
hubo sonrisa al mirarlo;
Blanca siempre al contemplarlo
alzó al cielo una oración.
Y no puedo describir
los sueños que ambos tenían,
cuando al verlo discurrían
en su incierto porvenir.
Y eran felices los dos,
que al hogar que amor encierra
un hijo trae a la tierra
las bendiciones de Dios.
IV
La dicha de aquel hogar
se vino a eclipsar al fin,
y fue el rubio serafín
motivo de tal pesar.
El Destino, injusto y ciego,
que lo más sagrado arrasa,
en cierta noche la casa
envolvió ondas de fuego,
y entre el inmenso terror
que el incendio produjera,
Blanca, en la extendida hoguera,
busca el fruto de su amor.
Gastón, corriendo aturdido,
al hijo tierno buscaba
y como un loco gritaba:
"¡Volvedme al Niño Perdido!"
Y las llamas ascendían
terribles y destructoras,
y raudas y abrasadoras
cuanto hallaban, consumían.
Blanca y Gastón, como fieras
que su cachorro les quitan,
braman, se revuelven, gritan
con voces tan lastimeras-
que por piedad o cariño,
el peligro desdeñando,
muchos los siguen llorando
en busca del tierno niño,
Y Gastón; sin sombra alguna
de temor; con ciego empuje,
sobre una viga que cruje
se adelanta hasta la cuna.
¡Aquí! con gran alegría
está el niño, a todos dice,
mas pronto ve al infelice
que está la cuna vacía.
Siente romperse los lazos
que lo ligan a este mundo
y con un dolor profundo
alza la cuna en sus brazos.
Corre, y al punto que asoma
con Blanca por la escalera;
de un golpe la casa entera
retronando se desploma.
No hay bálsamo que mitigue
de Gastón la pena ardiente;
corre, y lo sigue la gente,
y Blanca, loca, lo sigue.
Cruzan por una calleja
donde existe sobre el muro
un viejo retablo obscuro
que humilde altar asemeja.
Con amargura infinita
Gastón se postra de hinojos
y fija los tristes ojos
en esa imagen bendita.
-"¡Oh, Madre de los Dolores!
dice mirándola fijo,
Devuélveme por tu Hijo
al hijo de mis amores!".
Y a la vez que en la sombría
calleja, otra voz se alzaba.
Era Blanca que gritaba:
-"¡Dadme a mi hijo, Madre mía!"
Y cuando la gente ya
rezando les acompaña,
en lo alto una voz extraña
a todos dice: - "¡Allí está!"
Reina un silencio profundo;
los ánimos se han turbado,
el eco que han escuchado
les parece de otro mundo.
Vuelve los ojos Gastón
sin proferir nueva queja,
y al fondo de la calleja,
mal oculto en un ancón,
halla al raptor inhumano
que carga al niño en un hombro;
Blanca lo ve y con asombro
exclama: "¡El napolitano!"
Gastón le asalta derecho
con ciega rabia infernal,
y el raptor saca un puñal
para clavarlo en su pecho.
Y audaz grita: -¡El que incendió
tu casa para vengarse,
podrá matar o matarse,
mas dar a este niño, no!
-¡Infame! Gastón agrega
y, erizado su cabello,
salta, lo coge del cuello,
y emprende así ruda brega.
--¡Madre! ¡Madre! El niño grita;
su dulce voz Blanca escucha
y sin miedo de la lucha
sobre ambos se precipita.
Mientras Gastón al raptor
estrangula, acude Blanca
que de los hombros le arranca
al tesoro de su amor.
La gente, entusiasta, admira
a Gastón, que con su mano
ahoga al napolitano,
que se retuerce y expira.
Cuando ya muerto lo ve,
y halla a Blanca con su hijo,
al raptor con regocijo
le pone en el cuello el pie.
Se cruza airoso de brazos
triunfante y de gozo ardiente,
impidiendo que la gente
destroce al vil en pedazos.
Blanca, loca de alegría,
arrodíllase llorando
ante el retablo gritando:
"¡Gracias, gracias, madre mía!"
No juzga el hallazgo cierto
en sus delirios febriles,
y en tanto los alguaciles
van a recoger al muerto.
Vuelve a su esposa Gastón,
mira al niño, se embelesa,
y grita cuando lo besa:
"¡Hijo de mi corazón!"
Todo el pueblo enternecido,
llora, clama, palmotea
y hasta el más pobre desea
besar al niño perdido.
Y torna la paz al alma;
la pena es gozo profundo,
que siempre viene en el mundo
tras la tempestad la calma.
V
Blanca, a quien sólo aconseja
la piedad actos de amor,
dejó de tan gran dolor
un recuerdo en la calleja.
Puso un nicho y unas flores,
emblemas de su cariño,
y en el nicho a Jesús Niño
perdido entre los Doctores,
y una lámpara que ardía
símbolo de devoción
invitando a la oración
en la noche y en el día.
Y año tras año corrido
respeta el hecho la fama;
y aquella calle se llama
"Calle del Niño Perdido".
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