Es media noche; la luna
irradia en el firmamento;
y riza al pasar el viento
las ondas de la laguna.
En el bosque secular,
y entre el tupido ramaje,
turba el pájaro salvaje
la quietud con su cantar.
Y entre los contornos vagos
del horizonte, a lo lejos
brillan cual claros espejos,
al pie del monte, los lagos.
Yace en paz, sola y rendida
de Tenoch la ciudad bella,
parece que impera en ella
la muerte más que la vida.
Y no es ficción, es verdad;
que fue tan triste su suerte
que la orillan a la muerte
el luto y la soledad.
Su esplendor está apagado
de la guerra al terremoto;
el gran huebuetl está roto
y el teponaxtle callado.
No alumbra el teocal, la luz
del copal de suave aroma,
porque el teocal se desploma
bajo el peso de la cruz.
No cubren mantos de pluma
los cuerpos de altivos reyes;
tiene otro Dios y otras leyes
la tierra de Moctezuma.
Y ante este Dios y esta ley
que transforman su recinto
sólo al César Carlos Quinto
reconoce como rey.
¡Cuántos heroicos afanes!
¡Cuántos horribles estragos
han visto bosques y lagos,
ventisqueros y volcanes!
Está el palacio vacío
sin pompas ni ricas galas;
desiertas se ven sus salas
su exterior mudo y sombrío.
Y zumba en su derredor
del viento la aguda queja,
como un suspiro que deja
honda impresión de dolor.
Es el profundo lamento
de una raza sin fortuna:
¡la sangre que en la laguna
flota y se queja en el viento!
Por eso duerme rendida
de Tenoch la ciudad bella,
como si imperase en ella
la muerte más que la vida.
II
Frente a la anchurosa plaza,
cerca del teocal sagrado
y del palacio olvidado
que pronta ruina amenaza,
donde con riqueza suma
viviera, en tiempo mejor,
Axayacatl el señor
y padre de Moctezuma,
en corta y estrecha calle
desde la cual, el que pasa
mira fabricar la casa
del alto marqués del Valle.
Así en la noche sombría
como en la tarde callada
y al fulgor de la alborada
con que nace el nuevo día,
en toscas piedras sentado
y con harapos vestido,
entre las manos hundido
el semblante demacrado;
un hombre de aspecto rudo,
imagen de desventura,
siempre en la misma postura,
y como una estatua muda,
inclinada la cabeza,
allí lo encuentra la gente,
como la expresión viviente
de la más honda tristeza.
¿En qué piensa? ¿Qué medita?
¿Qué dolor su alma destroza
que ni llora, ni solloza,
ni se queja, ni se agita?
En su conjunto reviste
tanta tristeza ignorada,
que la gente acostumbrada
clama al verlo: "¡el indio triste!"
Le conocen por tal nombre
en el pueblo y la nobleza,
y dicen: es la tristeza
que tiene formas de hombre.
A nadie llegó a contar
su tenaz dolor profundo;
siempre triste lo vio el mundo
en aquel mismo lugar;
tal vez fue algún descendiente
de los nobles mejicanos,
que al ver en extrañas manos
y en poder de extraña gente
la nación que libre un día
vivió con riqueza y calma
sintió en el fondo del alma
horrible melancolía.
Y sin ninguna amenaza,
viendo a su nación cautiva,
fue la expresión muda y viva
de la aflicción de su raza.
Muchos años se le vio
en igual sitio sentado,
y allí pobre y resignado
de su tristeza murió.
Su desconocida historia
al vulgo pasma y arredra,
y en tosca estatua de piedra
honrar quiso su memoria.
La estatua al cabo cayó,
que al tiempo nada resiste,
y "Calle del Indio Triste"
esa calle se llamó,
sin poder averiguar
con ciencia ni sutileza
la causa de la tristeza
del indio de aquel lugar;
pero en nuestro hermoso valle,
y en nuestra mejor ciudad,
pasan de edad en edad
ese nombre y esa calle.
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