Pensamos que ya era tiempo de ser románticos,
y entonces
confeccionamos un paisaje ad-hoc,
saturado del más puro idealismo,
y barnizamos la luna
de melancólico color.
Adquirimos también
una patria y un dios
para los usos puramente externos
del culto y del honor.
(Vertimos por la patria
medio litro de sangre;
comulgamos con ruedas de molino
por el amor de Dios.)
¡Ah!… y teníamos una dama
propia para el corazón.
Usaba las manos blancas,
un albo cuello de cisne
y los ojos insolubles
a la temperatura del alcohol.
Era una dama Capuleta,
hábil para charlar en el balcón.
Naturalmente, Chopin
y algunas otras cosas similares,
nos hicieron llorar más de una vez,
pero justificamos nuestro llanto
con el capcioso: ¿Quién que es, no es?
Y otras veces
llorábamos también por la exquisita
banalidad de nuestra vida
ida.
Cuando
vicios, virtudes y personas notables
bailoteaban
sobre la cuerda de nuestra ironía,
como muchachos locos, en la escuela,
o como tiples en la pasarela.
Y al fin fuimos cristianos
por esnobismo.
Necesitábamos precisamente
algún egregio sembrador de dudas
y en un baile de máscaras
la rubia Magdalena nos presentó a Jesús.
Y sucedió, porque al atardecer
las pasiones jocundas acallaron
su estentóreo fulgor de dinamita.
Éramos mansos de corazón
y la carne del Cosmos era de una
estupenda belleza hermafrodita.
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