martes, 11 de noviembre de 2014

Reflexiones ante un espejo (Ricardo Abdahllah)



Desde que era niño nunca había podido mirarse en un espejo sin sentir algo extraño, y aunque por muchos años le había sido imposible darle un nombre a ese sentimiento, ahora lo sabía, era el miedo, ahora estaba completamente seguro de ese nombre y completamente seguro de que el espejo era el camino perfecto a lo que los autodenomidados cuerdos llaman "locura".

Una  noche de lluvia el pedazo de ser humano se desnudó para tomar una ducha. Vivía solo y todos estaban muy ocupados como para escucharlo cuando le daba por quejarse de su soledad. El día había sido un tormento y se sentía más arrepentido que nunca de haberse unido a la masa y de haber cambiado la música de la vida creadora por un baile mecanizado al monótono ritmo de las variaciones del mercado internacional. Después de salir del baño, hizo diez minutos de pesas y se tomó un par de pepas. Con eso sería suficiente para no darle más vueltas al asunto, un par de pepas, una copa de vino y listo. Mañana sería sábado y seguramente se sentiría mejor. Ya no le daba por pensar con tanta frecuencia como cuando era joven, así que por  ahora sólo quería dormir plácidamente.

Entonces ocurrió, sin querer, por distracción y olvido. Se quedó mirando fijamente sus propias pupilas reflejadas. Las Furias habían sido liberadas pero el soma que cada día tomaba en su café, en sus periódicos y en sus noticieros le impidió notarlo… quizás unos años antes habría sido diferente… pero en ese momento, conforme, viejo y estúpido, no pudo evitar concentrarse en su reflejo y sentir cómo la sonrisa que traía se iba desvaneciendo. Se aterrorizó, su imagen le estaba llenando la cabeza y en su atormentado cerebro se multiplicaba y deformaba. Los siglos de quietud y vacío se quemaban en cuestión de segundos… se desdoblaba, cantaba a todo pulmón y observaba al mundo desde lejos, desde la perspectiva que tienen Dios y las moscas…vio el universo como solo un hombre libre puede verlo y entonces cayó en cuenta de que él era él y no la tercera persona que solía creerse  y que siempre contemplaba, como un actor en un mundo de personajes creados por un libretista entre santo y maquiavélico del que solo se podía esperar que le diera un final feliz a la serie. Sintió todo el dolor de encontrarse a sí mismo y cómo súbitamente se le helaba la sangre… quiso correr pero las puertas y ventanas habían desaparecido.

Fue entonces cuando comprendió que esa multitud de personas que lo envolvían diariamente para jugar a herir y ser heridos tampoco eran actores y que quizás en ese preciso momento estarían enloqueciendo al pensar lo mismo.
Todo fue en cadena… todo fue un apocalipsis a una muy miserable escala personal. Las cosas que lo rodeaban dejaron de ser los decorados de la obra de teatro para  transformarse en una mezcla de fuego y gloria en honor de quienes lo construyeron y destruyeron todo… las paredes se curvaron y el monótono decorado geométrico del baldosín comenzó a mostrar sonrisas tiernas y dedos acusadores… el pobre caníbal gritó, gritó como nunca lo había hecho y con una de las rocas que aparecían bajo sus pies rompió  el espejo… pero una vez más, como en todos los años en los que por gusto jugó a ser mártir aun a sabiendas de lo inútiles que son los sacrificios de los mártires una vez que se convierten en los estandartes de sus seguidores-profanadores, la violencia con la que se atacaba no fue suficiente para liberarlo. Fue entonces cuando su propia imagen rota comenzó a devorarlo, una nueva contradicción se revelaba en el momento: sufría al ser devorado y se dejaba devorar para dejar de sufrir. Tras una sonrisa melancólica, que indicaba a los espectadores ausentes que se había resignado a su destino, su imagen lo devoró y excretó completamente.

Y al día siguiente, cuando en teoría todo el humo debía haber salido de su cuerpo, lo hallaron con los brazos sobre el borde del lavamanos. Un análisis detallado del cadáver permitió encontrar restos de pintura de platino en las heridas de sus muñecas.  

lunes, 20 de octubre de 2014

FRAGMENTOS

Paula Bonet Illustration


Mi vida ha empezado...con una melancolía espantosa turbado en lo más hondo en la temprana juventud, una melancolía que me arrojó durante algún tiempo al pecado y al vicio, y a pesar de ello, hablando desde el punto de vista humano, era más locura, que culpa... (Soren Kierkegaard)


Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación" (Bertrand Russell )



La mente del Poeta no es un refugio de Paz, es el calabozo de mil tragedias silenciosas. (Víctor De la Hoz‎)



No voy a dejar de hablarle sólo porque no me esté escuchando. Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo (Oscar Wilde)



Dar sentido a la vida puede desembocar en la locura, pero una vida sin sentido es la tortura de la inquietud y de los vagos deseos. (Edgar. E. Masters)



No lastimes a los demás con lo que te causa dolor a ti mismo. (Buda)



Es necesario llevar en sí mismo un caos, para poner en el mundo una estrella danzante. (Nietzsche)



No sé para qué me meto: el problema de filosofar demasiado es que no se tienen nunca respuestas certeras ni atractivas sobre nada. (Fernando Pessoa)



Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla con las manos, o por los ojos, o por los poros o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada. (Anónimo)



Pero qué nos importa la opinión de la gente fría siempre que nuestras almas, más ardientes y más nobles que las suyas, sepan disfrutar de lo que ellos no perciben. (Marqués De Sade)



Aprende las palabras de sabiduría que pronuncian los sabios y aplicalas a tu propia vida. Vívelas, pero no trates de lucirte recitándolas, porque el que repite lo que no sabe no es mejor que un burro cargado de libros. (Khalil Gibrán) 



Cuando me dices: "No te comprendo", es un elogio que va más allá de mi valer y un insulto que no mereces. (Khalil Gibrán)



Por regla general, tanto hoy como antaño, cursar estudios de filosofía no significa el comienzo de una carrera exitosa, sino el comienzo de una tragedia personal. (Odo Marquard)



¿Por qué buscas la compañía en tus momentos de degradación? Vuélvete adicto a los vicios solitarios.(Andrés Caicedo)



Mi pesimismo, como le llaman los demás, o lucidez, como le llamo yo, es una pesada carga que tampoco pedí llevar. Es difícil vivir así, y casi merezco una medalla por, a pesar de todo esto, seguir levantándome cada día, ir al trabajo y colaborar en algo que no deseo que siga así, sino aniquilarlo. (E. Ciorán)



"No es suficiente convatir la ignorancia de los ignorantes. Es preciso también, y en primer lugar, combatir la ignorancia de los que saben muchas cosas, incluso de los que creen saberlo todo" (Faure, E)



La lectura hace al hombre completo, la conversación lo hace ágil, la escritura lo hace preciso. (Francis Bacon)



Que cada uno de vosotros sea su propia isla, cada uno su propio refugio. (Buda)



La infancia es a veces un paraíso perdido. Pero otras veces es un infierno de mierda. (Benedetti)



Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar el pensamiento de la muerte. (Pascal)



La vida de un animal vale más que la de quien se anime a matarlo. (Mahatma Gandhi)



Sólo un idiota puede ser totalmente feliz. (Vargas LLosa)



No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo. (Michel Foucault)



Hay dias en que la tristeza se encuentra en su máximo esplendor, es como si el alma dejase de respirar! (Euterpe)



No puedo explicarme a mi misma porque yo no soy yo. (L. Carroll)



El sentido común del hombre tiene su propia necesidad; afirma su legitimidad con la única arma que está a su alcance, esto es, la invocación a lo "obvio" de sus aspiraciones y reflexiones. (Martin Heidegger)



Una conversación es un diálogo, no un monólogo. Por eso hay tan pocas buenas conversaciones: debido a la escasez de personas inteligentes. (Truman Capote)



La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes! (Schopenhauer)



Alguna gente no enloquece nunca... Qué vida verdaderamente horrible deben tener (Charles Bukowski)



“¿Porqué e de estar aquí, oh, Dios, yo, una semilla verde de pasiones insatisfechas, una loca tempestad que no se dirige ni al Oriente, ni al Occidente, un fragmento errante en un planeta en llamas?” (Khalil Gibrán)



Lo que soy es una nada, esto me da a mí y a mi carácter la satisfacción de conservar mi existencia en el punto cero, entre el frío y el calor, entre la sabiduría y la necedad, entre el algo y la nada, como un simple quizás. (Sartre)



A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren, y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil. Seria eso, verdaderamente, ¿toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes? (Ernesto Sabato)



Debí decir te amo. Pero estaba el otoño haciendo señas, clavándome sus puertas en el alma. (Juan Gelman)



Nada, es sin embargo, más necesario q esta sabiduría. Es la ética misma: aprender a vivir solo, por uno mismo. La vida no sabe vivir de otra manera! (Derrida, J.)



¿Por qué crecí yo de esta forma, porqué quise escogerla y ahora me quejo tanto? ¿Por que no merezco ni siquiera tener un amor, salvarme en él, superarme por él? ¿Fue que descubrimos? solamente una nueva, grande, modalidad del sexo y nada más? (Andres Caicedo)



''Además no quiero levantarme más, Miguel, no quiero sentir ese terror de nuevo. Ya estarás pensando que me expreso desde el esnobismo existencialista de hace mil años, pero es que ya no puedo más con la vejez de mi adolescencia, ya no puedo más con las exigencias que me hacen los malditos intelectuales ni las que me hace mi alma educada según el cumplimiento del deber y del arrepentimiento'' (Andres Caicedo)



Odio a mis amigas, porque su pelo es casi tan artificial como sus pensamientos. (Andres Caicedo)



La despertada es la peor hora para la nostalgia. En esta semana me he acostado a dormir agradeciendo que tengo un cuarto y una buena cama, pero en las últimas dos noches me duermo con un poco de miedo de lo que voy a sentir al otro día (Andrés Caicedo).



"Nos echan a este mundo, y nadie nos ha preguntado si queríamos nacer, nadie nos previene de lo que nos espera, ingenuo pensamiento el que dice que la vida es un don, algo que deberíamos agradecer cada día que nos despertamos y cada día que pasamos y seguimos aquí. (E. Cioran)



No me guardes rencor por mi largo silencio; sería mucho más horrible si supieras de cuántos fragores y sordos ruidos se componía este silencio. (Julio Cortázar)



Sé que mi nacimiento es una casualidad, un accidente risible, y, no obstante, apenas me descuido se comporta como si se tratara de un acontecimiento capital, indispensable para la marcha y el equilibrio del mundo. (Cioran)



El hombre que percibe a su propia vida como carente de sentido, no sólo es infeliz, no es apto para vivir. (Einstein)



"Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí, que solo yo me pienso, y si ahora muriese, nadie, ni yo, me pensaría." (Fragmento - Pienso que en este momento, Roberto Juarroz)



Algo me enseño que hay que ser un poco egoísta con la gente, hay que aprender a no contar a cualquier común nuestros sueños vicios ni obsesiones, pensar muy bien antes de regalar una palabra o una nube y sobre todo cuidar las sonrisas sinceras. (Andrés Caicedo)



Es prudente oír música antes del desayuno. Cómete todo lo que sea malo para el hígado; (...) y acostúmbrate a amanecer con los gusanos. Tú no te preocupes, muérete antes que tus padres, para librarlos de la espantosa visión de tu vejez. Y encuéntrame allí donde todo es gris y no se sufre.
“Tengo la ponzoña en los bronquios y la nariz y la pared de la boca y el conducto urinario y tengo la ponzoña en mi semen escaso y en la forma que tengo de abrirme de piernas cada vez que defeco. Huelo la ponzoña en lo que defeco, y en el color de bosque nuevo que tienen mis excrementos adivino allí todo el sentido de mis nostalgias…”. (Andrés Caicedo)



Yo alguna vez pensé, que cortándome el pelo
se me iba la tristeza, la desesperanza, el vacío, el desasosiego...lo que no se me ocurrió fue haberme cortado el alma. (Euterpe)



En el pasado no hay nada perdido irremisiblemente, sino más bien todo está protegido para siempre. (Viktor Frankl)



Nunca escribo mi nombre en los libros que compro hasta después de haberlos leído, porque sólo entonces puedo llamarlos míos. (Carlos Alberto Pisani Dossi)



Mi existencia es un carga horrible; hace ya mucho tiempo que la hubiera arrojado de mí si no fuera porque en este estado de sufrimiento y de renuncia casi absoluta yo he hecho los ensayos y los experimentos más instructivos en el campo espiritual y moral. (Niezsche)



"Son drogas que dopan pero no embrutecen. Sentir que estoy pero no estoy. Que soy pero no soy. No resisto esta soledad, busco compañía y no resisto la compañía". (Andrés Caicedo)



Ah ¿quién me salvara de existir? (F. Pessoa)



"No es suficiente convatir la ignorancia de los ignorantes. Es preciso también, y en primer lugar, combatir la ignorancia de los que saben muchas cosas, incluso de los que creen saberlo todo" (Faure, E)



Aprende las palabras de sabiduría q pronuncian los sabios y aplicalas a tu propia vida. Vívelas, pero no trates de lucirte recitándolas, porque el q repite lo q no sabe no es mejor q un burro cargado de libros...(Khalil Gibrán)



Los poetas son personas desventuradas, pues, por más alto q se eleven sus espíritus , siempre estarán envueltos en una atmósfera de lágrimas. (Andrés Caicedo)



La existencia humana debe ser una especie de error. (Schopenhauer)

jueves, 16 de octubre de 2014

ESTE SOY YO (EDEL JUAREZ)


Este soy yo. 
este soy yo intentando prender fuego,
haciendo llover mientras lo intento.
este soy gritándole a mi sombra que no me deje.
este soy yo, temblando.

soy yo el que te ha ahuyentado,
el que muere por ti y tu boca.
soy el que le roba palabras a la noche,
el que abusa del ron y la memoria.
este soy yo, culpable.

soy y siempre he sido el que huye,
el que teme a los espejos y a las fotografías,
el que duerme solo y hace llamadas a deshoras.
soy yo el que no responde.

este soy, el que sobrevive a su ausencia,
el que se suicidó de niño.
soy el que vota, el que cumple, el que saluda
soy el que mienta madres al volante.
este soy yo, perdido.

este soy, cubierto de ropa, de piel, de mugre,
relleno de tripas, de sangre, de ausencias.
soy yo naufragando, renaciendo, conquistando.
soy el que tú conoces, el que nadie ha visto.
este soy, y también no soy este.
soy tan poco y soy todo lo que tengo,
soy manos vacías, cartera vacía, cama vacía;
soy necedades, cobardía, indecencias.
soy todo tacto, corazón y oídos,
y soy para ti, quien quiera que tú seas.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Charles Bukowski (Fragmentos)

Me levanté y fui hacia el jodido cuarto de baño. Odiaba mirarme en aquel espejo pero lo hice. Vi depresión y derrota. Unas bolsas oscuras debajo de mis ojos. Ojitos cobardes, los ojos de un roedor atrapado por un jodido gato. Tenía la carne floja, parecía como si le disgustara ser parte de mí.

lunes, 13 de octubre de 2014

La despedida (Milán Kundera, Fragmentos)




"Los cabellos rubios y los morenos son los dos polos de comportamiento humano. Los cabellos morenos representan virilidad, valor, franqueza y actividad, mientras que los rubios simbolizan la femineidad, la ternura, la impotencia y la pasividad. De modo que una rubia es, en realidad, doblemente mujer. Las princesas tienen que ser rubias. Por eso las mujeres, para ser lo más femeninas que puedan, se tiñen de rubio y nunca de negro.

(...) Las rubias, sobre todo las artificiales, imitan involuntariamente a sus cabellos. Quieren ser fieles a su color y se transforman en seres frágiles, en muñecas de juguete, exigen ternura y atenciones, galantería y pago de alimentos, no saben hacer nada por su cuenta, por fuera son todo finura y por dentro grosería. Si el pelo moreno se pusiera de moda en todo el mundo, se viviría bastante mejor en esta tierra. Ésa sería la más importante reforma social que se hubiera realizado jamás." (46 - 47. 2010)

martes, 9 de septiembre de 2014

NO TE PUEDES ENTERAR (Edel Juàrez)




Ahora no te puedes enterar que tomo café en una taza de vaca
que toda la casa huele a café
y si te acercas a ciertos rincones a tabaco.
No tienes como enterarte que no dormí bien
que estuve pensando casi toda la noche
y que cuando por fin enfocaba tu imagen
era siempre de espaldas huyendo.
No te puedes enterar que me levante con miedo
que no puedo estar tranquilo
sabiendo de todos los fantasmas que te acechan,
sabiendo que tienes la fuerza
y la inconsciencia para devolver la vida a alguno de ellos.
Tome un diccionario de hadas y según su definición dice
que un hada con tales características
es peligrosa para ciertas flores
y para algunas especies
que se sienten irrefrenablemente atraídos hacia su locura.
No quiero que te enteres de ninguna manera
que tengo un atado con todos los planes
que guardo en el bolsillo interior de una chamarra tu imagen:
tu imagen dormida, jugando, riendo,
sentada, esperando, esperando ...
Que sigue tu olor en mi almohada,
que aveces tu apareces aun en el espejo del baño.
No te puedes enterar que hay canciones
que nunca volverán a sonar igual aquí ni en ningún lado.
No te puedes enterar que te espero aquí
como desde hace semanas de nuevo.

martes, 19 de agosto de 2014

Fragmento, Angelitos empantanados.

Me he impuesto la urgencia de encontrarles (a los recuerdos) una solución, una armonía, que no digamos justifique mi estado actual, pero que al menos neutralice tanto potencial, tanta capacidad de herirme. Así pues me apuesto a hacer con los recuerdos que aún no controlo, una historia. A ello me mueven necesidades más bien de carácter poético, ya que siempre que me acuerdo, grito...
-Andrés Caicedo.

martes, 29 de julio de 2014

Definición de hijo (José Saramago)

Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y, de nosotros, aprender a tener coraje. Sí. ¡Eso es!

Ser madre o padre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado.

¿Perder? ¿Cómo? ¿No es nuestro? Fue apenas un préstamo... EL MAS PRECIADO Y MARAVILLOSO PRÉSTAMO ya que son nuestros sólo mientras no pueden valerse por sí mismos, luego le pertenecen a la vida, al destino y a sus propias familias. Dios bendiga siempre a nuestros hijos pues a nosotros ya nos bendijo con ellos. "

 

miércoles, 9 de julio de 2014

“Ten cuidado. No estás en el País de las Maravillas. He escuchado de la extraña locura que crece en tu alma. Pero eres afortunado en tu ignorancia, en tu aislamiento. Tú que has sufrido al encontrar donde el amor se oculta, das, compartes, pierdes, para que no muramos marchitos”

Allen Ginsberg Kill Your Darlings

miércoles, 2 de julio de 2014

El suicida. (Raul Gomez Jattin)


Airoso en su galope 
Levantó la mano armada 
Hasta su sien 
Y disparó: 
Suave derrumbe 
Del caballo al suelo
Doblado sobre un muslo 
Cayó 
Y sin un solo gemido
Se fue a galopar 
A las praderas del cielo. 

miércoles, 4 de junio de 2014

El despescuezamiento de Andrés Caicedo "El Cuento de mi vida. Memorias Inéditas".

Antes de viajar de Medellín tuve mi primera novia, que se llamó, de forma coincidente, Patricia. Es curioso, pero recuerdo esa época como la más feliz de mi vida. Teníamos en el barrio La Flora, una especie de pandilla de delincuentes juveniles, jugábamos escondite americano con las muchachas. El juego consiste en que ellas o uno se esconde y si lo descubren tiene que dejarse dar un beso. Hacíamos cagadas como quebrar ventanas en las casas de los vecinos, y en diciembre tirarle bombas de agua a los buses o estallar papeletas y tronantes. La pasé feliz. Pero cuando regresé de Medellín los muchachos se habían cambiado de barrio, las muchachas andaban con hombres mayores. Mi impresión fue tal que les pedi a mis padres que me enviaran de nuevo a Medellín, pero no se pudo, por razones economicas y de falta de cupo. Me tuve que acostumbrar, pues, de nuevo a Cali. Aquí ya leía mucho a Edgar Allan Poe, aunque aun no soñaba con llegar a ser un escritor. Iba mucho al cine, y cuando, años despues, leí en la revista HABLEMOS DE CINE del Perú que todas mis preferencias eran de importancia, me fui volviendo cinéfilo a conciencia y empecé a llevar un diario de films vistos, cosa que hago hasta ahora.

...fui haciéndome, luego, a un reconocimiento nacional como entendido en cine, pero aún tenía problemas con la droga, sobre todo con las pepas, pues yo comencé a tomar Valuim 10 cuando hacía viajes por tierra de Cali a Bogotá. No tenía mujer, ni me interesaba. Tomaba mucha cerveza y me la pasaba contento en Cali, mucho más despues que me hice muy amigo de Clarisol y Guillermo Lemos, dos niños super precoces y super perversos y fui dando la imagen del niño que no ha crecido o se niega a crecer: ellos me hicieron probar los hongos y el Daprisal, y yo estaba contento con mi pose silvestre porque así desconcertaba a los intelectuales de profesión, a los que he detestado siempre y bastante es el mal, con puyas indirectas, que me han hecho. Pero como todo el mundo deseaba y admiraba a Clarisol, no se podían meter conmigo, pensaban "ese va a acabar mal", pero no decían nada. Con Clarisol hicimos un pacto: "Tú aparentas mi edad y yo la tuya", y así pasábamos el tiempo, cada uno desconcertando a su manera. Pero llegó Patricia y todo se acabó.

Con Clarisol había conocido una especie de vida salvaje. El amor salvaje de Patricia me trajo a una cercana realidad, aunque también peligrosa. Yo la conocía a ella desde hace dos años, pero no le había parado bolas, desinteresado como estaba por toda mujer hecha y derecha. Pero mentiras; Patricia resultó ser una niña malcriada, exigente y desconfiada. Ella me sedujo y me atrapó. Su amor fue como un viaje sin regreso por la selva más tenaz de todas, la del Chocó; fue como pasar hambre y darse después un festín y emborracharse con cerveza helada. Yo creo que eramos unos niños al conocernos y juntamos nuestras malas crianzas y hacíamos el amor de una forma perfecta. Por varios meses yo fui se segundo hombre hasta que las circunstancias me llevaron a ser el único, el primero. Su matrimonio iba ya muy mal cuando nos conocimos, y por pura coincidencia feminista yo me dejé seducir, porque era testigo de lo mal que la trataba su marido. Además él, Carlos Mayolo, había arruinado por su mal genio un film que realizamos en 1971; "Angelita y Miguel Angel", en 16 mms. y con guión mio. Pero no creo que haya sido venganza; hice a medias el amor con ella y me gustó muchísimo y estuvo: quedé enamorado como nunca en mi vida. De alli, nuestra relación fue siempre incompleta, y su marido, como dice el proverbio, fue el ultimo en saberlo; nos pillo in fraganti en el último Festival de Cine de Cartagena. Pero con él ya todo estaba dañado, y la cosa no fue muy grave. En el intervalo yo trabajé durísimo con el grupo de teatro de la U. del Valle en mi obra "El mar", sobre el desorden, el trabajo acumulado y sobre la relacion dificil con los objetos (incapacidad manual), ademas de ser, a la vez, un comentario critico (no sé cómo me las arreglé para lograrlo) a dos novelas magnificas: MOBY DICK de Melville y ARTHUR GORDON PYM de Poe. Con perdón de todo el mundo, esa fue mi (fatua) obra maestra. No duró más que tres dias en cartelera, ya que el protagonista celebró tan duro el éxito del estreno que hasta hoy sigue borracho.

Mi relación con Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que yo tuve que recurrrir al triple Valium 10. Primero que todo ella se demoró en dejar de amar a Carlos, a mi me tocó presenciar una escena de súplica y de amor en vano tal, que me pegó uno de los mayores sustos de mi vida. Y lo que lo acaba a uno no es la droga sino los sustos. Después de eso yo me porté muy duro con ella, repitiéndole que ya no habia caso, que ya no la quería, y eso y la separación con su esposo la condujeron a una especie de locura por los hombres; hizo el amor con el más grande y el más chiquito de los cineclubistas de Bogotá, pero siempre venía hacia mi. Y yo estaba bastante golpeado, a medias destruido, ya que "el más grande" era uno de mis mejores amigos, y yo nunca le perdoné lo que hizo con Patricia. La verdad fue que ella me utilizó como muleta, me expuse como escudo de su inestabilidad, y yo tenía que estarla cuidando, impidiendo toda clase de rumba, convencido, como dice la canción, "que las rondas no son buenas, que hacen daño y que dan penas". Además ese ambiente para mi ya estaba completamente pasado de moda. Hará unos tres años yo fui un muchacho super rumbero, tanto que escribí una novela sobre todo eso. Pero me aburrió el esnobismo y la vulgaridad de la rumba, y fue precisamente en mitad de una rumba que yo intenté suicidarme por primera vez, cortándome las venas despues de tomar veinticinco blues, como le decimos nosotros al Valium de 10 mgs. Me despertó el mismo ruido de mi sangre goteando sobre el piso de madera, y minutos después cicatrizaría. Pero como no me hicieron lavado de estómago estuve todo pepo como quince días. Después, quedé muy propenso al llanto, por todo lloraba como un niño, y hablaba imitando a Patricia. La segunda vez que me intenté suicidar esta rodeada de ciurcunstancias más allá de mi memoria. Según parece me tomé 125 pepas y discutí mucho con ella. A los varios cinco o seis días me vine a despertar en Cuidados Intensivos creyendo, por la calefacción, que estaba en Cali.

Me llegaba el recuerdo de Patricia como el de un ángel guardián y experimentaba ráfagas de felicidad indefinida e inconclusa. Ahora, pasado ya un mes de estar en esta clinica tengo planes urgentes para un futuro inmediato; sacar un número cinco de OJO AL CINE que sea mejor que los anteriores, gestionar la publicación de mi novela QUE VIVA LA MUSICA! con las dos editoriales que me la han comprado y arreglar la publicación de un libro de Eduardo Agudelo, el dueño de la editorial que me saca la revista; asimismo, comenzar dándole forma al libro que tengo planeado sobre los Rolling Stones, entroncandolo con el relativo fracaso de mi generación. Yo siempre estuve muy influenciado por la música de los Stones, por su postura lumpenesca en la vida, aunque estuvieran disfrutando el puesto número uno en la industria (que hoy esta en plena decadencia artística) del Rock'n Roll. Ya creo haber salido de ese estado de confusión en el que no recordaba los sueños, en el que perdia un bolígrafo todos los dias, y no terminaba ningún trabajo ni terminaba la lectura de ningún libro y para todos era una intolerancia que me estaba haciendo enemigos de todos los que eran amigos mios. Quiero escribir un libro ante la decadencia del cine mundial ligado a la super perfección técnica, se llame "Por un cine imperfecto", parafraseando un artículo del cubano Julio García Espinosa, y análisis de los films que más admiro: PERSONA, de Ingmar Bergman, PSICOSIS de Alfred Hitchcock y LILITH de Robert Rossen. Así es. He podido ser mejor, pero qué le vamos a hacer.

(Andrés Caicedo, "El Cuento de mi vida. Memorias Inéditas". 

ANGELITOS EMPANTANADOS: EL PRETENDIENTE

Para comenzar esta historia pudiera escoger una mañana luminosa, un viento sin polvo (la plasticidad de los contrastes), un atadito de libros. Mejor veamos: a las 9 de la mañana baja por la Avenida Sexta, hacia el sur, un bus «Blanco y Negro» («Blanco y Nunca», le decíamos de muchachos). A esa hora iban más bien vacíos.
Cuando Angelita montaba en bus (y montar en bus le fascinaba, cualquier acción que significara trasladarse la tranquilizaba mucho) su asiento era el último en llenarse completo. Ningún hombre se le sentaba al lado sin antes pensarlo dos veces. Lo cierto es que ella mantenía como una agresividad que se manifestaba, sobre todo, en lo desprevenida que pa- seaba su belleza, y un tímido hubiera prevenido allí una humillación, cierto gesto duro en la boca, suficiente, se lo advertía, cierto sentimiento de alerta en la mirada. Pero en general era que se avergonzaban de interrumpir tanta independencia. Angelita sacaba los codos y la cabeza por la ventanilla (siempre se estaba quejando de que el pelo se le ensuciaba rapidísimo, y era que ni después del shampoo se privaba del gusto de ofrecerlo al viento) y se dedicaba a una contemplación de los andenes, de las palmas africanas, que ofendía a los buen mozos pues se sentían marginales e incapaces. Lo que era curioso, no faltaba por allí ninguno que también se asomara, que se pusiera a mirar la calle en movimiento, tratando de encontrar el motivo de aquella exagerada atención; incómodo, veía pasar las mismas orillas, un hombre con una botella de alcohol amarrada al pecho imprecando a los carros y a las mujeres; entonces el curioso, disgustado, se acomodaba de nuevo, y si la hubiera mirado bruscamente gozaría de la visión de Angelita cerrando los ojos (ese gesto anunciaba siempre una breve reflexión profunda para abrirlos ante una mujer que llevaba un vestido de la misma tela que su camiseta). Con el tiempo fue adquiriendo la costumbre de volver la cara violentamente ante un objeto desagradable, y de quejarse y hablar sola siempre que un pensamiento doloroso volvía sobre lo que ella intentaba fuese un tránsito de impresiones y recuerdos gozosos.
Sucedía que cuando el bus ya estaba lleno (a la altura del paradero del Parque Bolívar) el chofer, mirando por el espejo, tenía que reprocharle a los pasajeros lo absurdo de aquel asiento vacío, entonces alguien se decidía y se dejaba caer en un impulso sacándole aire al cojín, y ella aunque consciente de la irrupción no voltiaba a mirar; pero el otro era incapaz de seguir ignorando durante todo el viaje la repentina dureza de aquel cuerpo que por más que intentaba no podía, con tanta curva y frenazo, dejar de tocar. Y al rozarlo lo sentía dulce y tibio. Si él se bajaba antes, pisaba tierra con un agobiante sentimiento de exclusión (si era uno de los buen mozos, imagínense). Pero si era Angelita la que primero tocaba el timbre, el hombre se confundía todo ante ese «Permiso por favor» que ella siempre acompañaba de alguito de presión con la rodilla; a la vez lo invadía una como misericordia por aquella muchacha de rostro abierto y frente tan sudorosa, tan sudorosa que humedecía la profunda raíz del pelo, esa muchacha de bluyines que no podía soportar la cercanía de él, un semejante, sin demostrar tanta consternación, tanta agonía. Solo después de que la había visto bajar a tierra y perderse con paso largo y torpe se le antojaba el sentido y la naturaleza de ese (que ahora sí recordaba) ronco «Permiso por favor», y del furioso golpe que ella le dio en la pierna, tanto que cuando bajara le seguiría doliendo, y esa tarde también, y también mañana.



Angelitos empantanados(El pretendiente).
Andres Caicedo.

lunes, 31 de marzo de 2014

No soy de este mundo (Alejandra Pizarnik)

Simplemente no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un “saber volver”. No lo querré acaso.

domingo, 30 de marzo de 2014

Algunos aspectos del cuento (Julio Cortazar)

Me encuentro hoy ante ustedes en una situación bastante paradójica. Un cuentista argentino se dispone a cambiar ideas acerca del cuento sin que sus oyentes y sus interlocutores, salvo algunas excepciones, conozcan nada de su obra. El aislamiento cultural que sigue perjudicando a nuestros países, sumado a la injusta incomunicación a que se ve sometida Cuba en la actualidad, han determinado que mis libros, que son ya unos cuantos, no hayan llegado más que por excepción a manos de lectores tan dispuestos y tan entusiastas como ustedes. Lo malo de esto no es tanto que ustedes no hayan tenido oportunidad de juzgar mis cuentos, sino que yo me siento un poco como un fantasma que viene a hablarles sin esta relativa tranquilidad que da siem­pre el saberse precedido por la labor cumplida a lo largo de los años. Y esto de sentirse como un fantasma debe ser ya perceptible en mí, porque hace unos días una señora argentina me é aseguró en el hotel Riviera que yo no era julio Cortázar, y ante mi estupefacción agregó que el auténtico Julio Cortázar es un señor de cabellos blancos, muy amigo de un pariente suyo, y que no se ha movido nunca de Buenos Aires. Como yo hace doce' años que resido en París, comprenderán ustedes que mi calidad espectral se ha intensificado notablemente después de esta revelación. Si de golpe desaparezco en mitad de una frase, no me sorprenderé demasiado; y a lo mejor salimos todos ganando.
Se afirma que el deseo más ardiente de un fantasma es recobrar por lo menos un asomo de corporeidad, algo tangible que lo devuelva por un momento a su vida de carne y hueso. Para lograr un poco de tangibilidad ante ustedes, voy a decir en pocas palabras cuál es la dirección y el sentido de mis cuentos. No lo hago por mero placer informativo, porque ninguna reseña teórica puede sustituir la obra en sí; mis razones son más importantes que ésa. Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo. Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo práctico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país —Francia— donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos solo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades. En América, tanto en Cuba como en Méjico o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose aveces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Solo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
 Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, al novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada. Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entre visiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más basta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: “Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo.” A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: “Muchas gracias”, y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante —por más divertido o emocionante que pueda ser—, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando el lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aisla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circuntancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en al manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato dmeorado y caudalosos de Henry James —La lección del maestro, por ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento. En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no, porque en mi país no ha dado más que indigestos volúmenes que no interesan ni a los hombres de campo, que prefieren seguir escuchando los cuentos entre dos tragos, ni a los lectores de la ciudad, que estarán muy echados a perder pero que se tienen bien leidos a los clásicos del género. En cambio —y me refiero también a la Argentina— hemos tenido a escritores como un Roberto J. Payró, un Ricardo Güiraldes, un Horacio Quiroga y un Benito Lynch que, partiendo también de temas muchas veces tradicionales, escuchados de boca de viejos criollos como un Don Segundo Sombra, han sabido potenciar ese material y volverlo obra de arte. Pero Quiroga, Güiraldes y Lynch conocian a fondo cl oficio de escritor, es decir que sólo aceptaban temas significativos, enrique­cedores, así como Homero debió desechar montones de episodios bélicos y mágicos para no dejar más que aquellos que han llegado hasta nosotros gracias a su enorme fuerza mítica, a su resonan­cia de arquetipos mentales, de hormonas psíquicas como llamaba Ortega y Gasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes y Lynch eran escritores de dimensión universal, sin prejuicios localistas o étnicos o populistas; por eso, además de escoger cuidadosa­mente los temas de sus relatos, los sometían a una forma líteraria, la única capaz de transmitir al lector todos sus valores, todo su fermento, toda su proyección en profundidad y en altura. Escri­bían intensamente. No hay otra manera de que un cuento sea eficaz, haga blanco en el lector y se clave en su memoria.

El ejemplo que he dado puede ser de interés para Cuba. Es evidente que las posibilidades que la Revolución ofrece a un cuentista son casi infinitas. La ciudad, el campo, la lucha, el trabajo, los distintos tipos psicológicos, los conflictos de ideología y de carácter; y todo eso como exacerbado por el deseo que se ve en ustedes de actuar, de expresarse, de comunicarse como nunca habían podido hacerlo antes. Pero todo eso, ¿cómo ha de traducirse en grandes cuentos, en cuentos que lleguen al lector con la fuerza y la eficacia necesarias? Es aquí donde me gustaría aplicar concretamente lo que he dicho en un terreno más abstracto. El entusiasmo y la buena voluntad no bastan por sí solos, como tampoco basta el oficio de escritor por sí solo para escribir los cuentos que fijen literariamente (es decir, en la admiración colectiva, en la memoria de un pueblo) la grandeza de esta Revo­lución en marcha. Aquí, más que en ninguna otra parte, se requiere hoy una fusión total de estas dos fuerzas, la del hombre plena­mente comprometido con su realidad nacional y mundial, y la del escritor lúcidamente seguro de su oficio. En ese sentido no hay engaño posible. Por más veterano, por más experto que sea un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de una profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético. Pero lo contrario será aún peor, porque de nada valen el fervor, la voluntad de comunicar un mensaje, si se carece ele los instrumentos expresivos, estilísticos, que hacen posible esta comunicación. En este momento estamos tocando el punto crucial de la cuestión. Yo creo, y lo digo después de haber pesado largamente todos los elementos que entran en juego, que escribir para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente acerca de la revolución misma. Por mi parte, creo que el escritor revolucionario es aquel en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo, con esa otra so­berana libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese escritor, responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o psicológica, o vuelta hacia el pasado, su acto es un acto de libertad dentro de la revolución, y por eso es también un acto revolucionario aunque sus cuentos no se ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución. Contrariamente al estrecho criterio de muchos que confunden literatura con pedagogía, literatura con enseñanza, literatura con adoctrinamiento ideológico, un escritor revolucionario tiene todo el derecho de dirigirse a un lector mucho más complejo, mucho más exigente en materia espiritual de lo que imaginan los escritores y los críticos improvisados por las circunstancias y convencidos de que su mundo personal es el único mundo existente, de que las preocupaciones del momento son las únicas preocupaciones válidas. Repitamos, aplicándola a lo que nos rodea en Cuba, la admirable frase de Hamlet a Horacio: “Hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra de lo que supone tu filosofia...” Y pensemos que a un escritor no se le juzga solamente por el tema de sus cuentos o sus novelas, sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho de que el compromiso total de su persona es una garantía indes­mentible de la verdad y de la necesidad de su obra, por más ajena que ésta pueda parecer a las circunstancias del momento. Esta obra no es ajena a la revolución porque no sea accesible a todo el mundo. Al contrario, prueba que existe un vasto sector de lectores potenciales que, en un cierto sentido, están mucho más separados que el escritor de las metas finales de la revolu­ción, de esas metas de cultura, de libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado para admira­ción de todos los que los aman y los comprenden. Cuanto más alto apunten los escritores que han nacido para eso, más altas serán las metas finales del pueblo al que pertenecen. ¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir una literatura accesible a todo el mundo! Muchos de los que la apoyan no tienen otra razón para hacerlo que la de su evidente incapacidad para com­prender una literatura de mayor alcance. Piden clamorosamente temas populares, sin sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá instintivamente entre un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y complejo pero que lo obligará a salir por un momento de su pequeño mundo circun­dante y le mostrará otra cosa, sea lo que sea pero otra cosa, algo diferente. No tiene sentido hablar de temas populares a secas. Los cuentos sobre temas populares sólo serán buenos si se ajustan, como cualquier otro cuento, a esa exigente y difícil mecánica interna que hemos tratado de mostrar en la primera parte de esta charla. Hace años tuve la prueba de esta afirmación en la Argentina, en una rueda de hombres de campo a la que asistíamos unos cuantos escritores. Alguien leyó un cuento basado en un episodio de nuestra guerra de independencia, escrito con una deliberada sencillez para ponerlo, como decía su autor, “al nivel del campesino”. El relato fue escuchado cortésmente, pero era fácil advertir que no había tocado fondo. Luego uno de nosotros leyó La pata de mono, el justamente famo­so cuento de W. W. Jacobs. El interés, la emoción, el espanto, y finalmente el entusiasmo fueron extraordinarios. Recuerdo que pasamos el resto de la noche hablando de hechicería, de brujos, de venganzas diabólicas. Y estoy seguro de que el cuento de Jacobs sigue vivo en el recuerdo de esos gauchos analfabetos, mientras que el cuento supuestamente popular, fabricado para ellos, con su vocabulario, sus aparentes posibilidades intelectua­les y sus intereses patrióticos, ha de estar tan olvidado como el escritor que lo fabricó. Yo he visto la emoción que entre la gente sencilla provoca una representación de Hamlet, obra difícil y sutil si las hay, y que sigue siendo tema de estudios eruditos y de infi­nitas controversias. Es cierto que esa gente no puede comprender muchas cosas que apasionan a los especialistas en teatro isabelino. ¿Pero qué importa? Sólo su emoción importa, su maravilla y su transporte frente a la tragedia del joven príncipe danés. Lo que prueba que Shakespeare escribía verdaderamente para el pueblo, en la medida en que su tema era profundamente significativo para cualquiera -en diferentes planos, sí, pero alcanzando un poco a cada uno- y que el tratamiento teatral de ese tema tenía la in­tensidad propia de los grandes escritores, y gracias a la cual se quiebran las barreras intelectuales aparentemente más rígidas, y los hombres se reconocen y fraternizan en un plano que está más allá o más acá de la cultura. Por supuesto, sería ingenuo creer que toda gran obra puede ser comprendida y admirada por las gentes sencillas; no es así, y no puede serlo. Pero la admi­ración que provocan las tragedias griegas o las de Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles, debería hacer sospechar a los parti­darios del mal llamado “arte popular” que su noción del pueblo es parcial, injusta, y en último término peligrosa. No se le hace ningún favor al pueblo si se le propone una literatura que pueda asimilar sin esfuerzo, pasivamente, como quien va al cine a ver películas de cowboys. Lo que hay que hacer es educarlo, y eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no literaria. Para mí ha sido una experiencia reconfortable ver cómo en Cuba los escritores que más admiro participan en la revolución dando lo mejor de sí mismos, sin cercenar una parte de sus posibilidades en aras de un supuesto arte popular que no será útil a nadie. Un día Cuba contará con un acervo de cuentos y de no­velas que contendrá transmutada al plano estético, eternizada en la dimensión intemporal del arte, su gesta revolucionaria de hoy. Pero esas obras no habrán sido escritas por obligación, por con­signas de la hora. Sus temas nacerán cuando sea el momento, cuando el escritor sienta que debe plasmarlos en cuentos o novelas o piezas de teatro o poemas. Sus temas contendrán un mensaje auténtico y hondo, porque no habrán sido escogidos por un imperativo de carácter didáctico o proselitista, sino por una irresistible fuerza que se impondrá al autor, y que éste, apelando a todos los recursos de su arte y de su técnica, sin sacrificar nada ni a nadie, habrá de transmitir al lector como se transmiten ras cosas fundamentales: de sangre a sangre, de mano a mano, de hombre a hombre.