Me encuentro hoy ante ustedes en
una situación bastante paradójica. Un cuentista argentino se dispone a cambiar
ideas acerca del cuento sin que sus oyentes y sus interlocutores, salvo algunas
excepciones, conozcan nada de su obra. El aislamiento cultural que sigue
perjudicando a nuestros países, sumado a la injusta incomunicación a que se ve
sometida Cuba en la actualidad, han determinado que mis libros, que son ya unos
cuantos, no hayan llegado más que por excepción a manos de lectores tan
dispuestos y tan entusiastas como ustedes. Lo malo de esto no es tanto que
ustedes no hayan tenido oportunidad de juzgar mis cuentos, sino que yo me
siento un poco como un fantasma que viene a hablarles sin esta relativa tranquilidad
que da siempre el saberse precedido por la labor cumplida a lo largo de los
años. Y esto de sentirse como un fantasma debe ser ya perceptible en mí, porque
hace unos días una señora argentina me é aseguró en el hotel Riviera que yo no
era julio Cortázar, y ante mi estupefacción agregó que el auténtico Julio
Cortázar es un señor de cabellos blancos, muy amigo de un pariente suyo, y que
no se ha movido nunca de Buenos Aires. Como yo hace doce' años que resido en
París, comprenderán ustedes que mi calidad espectral se ha intensificado
notablemente después de esta revelación. Si de golpe desaparezco en mitad de
una frase, no me sorprenderé demasiado; y a lo mejor salimos todos ganando.
Se afirma que el deseo más ardiente de un
fantasma es recobrar por lo menos un asomo de corporeidad, algo tangible que lo
devuelva por un momento a su vida de carne y hueso. Para lograr un poco de
tangibilidad ante ustedes, voy a decir en pocas palabras cuál es la dirección y
el sentido de mis cuentos. No lo hago por mero placer informativo, porque
ninguna reseña teórica puede sustituir la obra en sí; mis razones son más
importantes que ésa. Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento
como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o
choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo
de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el
mundo. Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado
fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que
consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo
daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es
decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de
leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías
definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro
orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred
Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes
sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios
orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo
realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran
ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese
de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de
mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi
enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del
cuento tal y como yo lo práctico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la
certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a
todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso
que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un
buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del
cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país —Francia— donde este
género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores
y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos,
mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas
polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del
cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un
producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el
alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante
traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de
cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance,
intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición,
tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan
secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la
poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que
todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene
un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos
de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que
jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre
nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea
precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede
pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En
primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de
ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable;
en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los
cuentistas mismos, y es natural que aquellos solo entren en escena cuando
exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer
su desarrollo y sus cualidades. En América, tanto en Cuba como en Méjico o
Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de
siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose aveces de manera casi póstuma.
Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a
fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de
las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que
entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día.
Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países
anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar.
Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género
literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión
literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa
antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados
malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su
tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las
personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo
que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas
tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la
vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para
fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el
cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se
mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida
libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de
esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida
sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una
fugacidad en una permanencia. Solo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia
secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre
nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente
grandes.
Para entender el carácter peculiar
del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y
sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se
desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro
límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte
de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en
Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle,
género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido,
al novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la
fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden
abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida
limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara
y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé
si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre
me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en
muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai
definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la
realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte
actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia,
como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por
la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad
más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales,
acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de
la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede
inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a
escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos,
que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el
espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento
que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá
de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un
escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se
entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por
puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto,
en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,
mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden
parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias
más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es
trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio
literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo
lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que
estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para
provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un
determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay
temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del
tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta
una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz
Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe
manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos
adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han
de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del
cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un
material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento
parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un
acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo
más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en
tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se
convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el
símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo
cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que
ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces
miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de
los admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente
cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se
cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que
debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de
modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de
un té con dulces. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov,
son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen
una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota
reseñada. Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no
reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los
malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que
tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido
si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica
empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el
deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con
todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco
más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo
mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre
papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del
cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un
cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del
mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo
contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un
tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como
si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi
caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen
de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo
no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena.
Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho
esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o
escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué
razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un
determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá
un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que
un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito.
Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y
cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un
buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y
más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entre visiones,
sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su
sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un
sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el
cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser
más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema
atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y
al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a
salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y
hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos
inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso
podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos
vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos
granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en
nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la
mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de
Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los
pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de
Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis
Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte
de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de
Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y
seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son
obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria?
Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen
la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más
basta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una
fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad
de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace
con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin
que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo
grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición
humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol
gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta
noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente
significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará
enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede
decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente
insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto
escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá
darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos
que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa
significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del
tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el
escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de
hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento
literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y
sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo
proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me
parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros
cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una
conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y
que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: “Ahí tienes un tema
formidable para un cuento; te lo regalo.” A mí me han reglado en esa forma
montones de temas, y siempre he contestado amablemente: “Muchas gracias”, y
jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una
amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París.
Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para
ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente,
se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar
contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un
tema insignificante —por más divertido o emocionante que pueda ser—, y otro
significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese
efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por
eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena
mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente
olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la
misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento
está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema
crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa
del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente
dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles
antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse
en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que
ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese
tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de
poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable,
está esperando el lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento
o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene
que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial,
descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas
veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen
caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema
que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la
ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que
todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista
capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no
bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector
esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de
escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese
clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la
atención, que aisla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado
el cuento, volver a conectarlo con sus circuntancias de una manera nueva,
enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse
este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la
intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único,
inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su
sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la
eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos
o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes
habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo
extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de
ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama,
asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de
Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de
todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los
cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con
modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero
darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en al manera con
que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy
lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos
sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y
de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan
sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato dmeorado y caudalosos de
Henry James —La lección del maestro, por ejemplo— se siente de inmediato
que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que
los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero
tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el
producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos
acercando al final de este paseo por el cuento. En mi país, y ahora en Cuba, he
podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la
ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por
imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien,
y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos
cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya
indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias
centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los
gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando
a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y,
en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha
sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el
sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan
a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo
criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que
también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de
pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que
hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país
surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia,
para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el
mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que
para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato
tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos,
las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa
manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no, porque
en mi país no ha dado más que indigestos volúmenes que no interesan ni a los
hombres de campo, que prefieren seguir escuchando los cuentos
entre dos tragos, ni a los lectores de la ciudad, que estarán muy echados a
perder pero que se tienen bien leidos a los clásicos del género. En cambio —y
me refiero también a la Argentina— hemos tenido a escritores como un Roberto J.
Payró, un Ricardo Güiraldes, un Horacio Quiroga y un Benito Lynch que,
partiendo también de temas muchas veces tradicionales, escuchados de boca de
viejos criollos como un Don Segundo Sombra, han sabido potenciar ese material y
volverlo obra de arte. Pero Quiroga, Güiraldes y Lynch conocian a fondo cl
oficio de escritor, es decir que sólo aceptaban temas significativos, enriquecedores,
así como Homero debió desechar montones de episodios bélicos y mágicos para no
dejar más que aquellos que han llegado hasta nosotros gracias a su enorme
fuerza mítica, a su resonancia de arquetipos mentales, de hormonas psíquicas
como llamaba Ortega y Gasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes y Lynch eran
escritores de dimensión universal, sin prejuicios localistas o étnicos o
populistas; por eso, además de escoger cuidadosamente los temas de sus
relatos, los sometían a una forma líteraria, la única capaz de transmitir al
lector todos sus valores, todo su fermento, toda su proyección en profundidad y
en altura. Escribían intensamente. No hay otra manera de que un cuento sea
eficaz, haga blanco en el lector y se clave en su memoria.
El ejemplo que he dado puede ser de interés
para Cuba. Es evidente que las posibilidades que la Revolución ofrece a un
cuentista son casi infinitas. La ciudad, el campo, la lucha, el trabajo, los
distintos tipos psicológicos, los conflictos de ideología y de carácter; y todo
eso como exacerbado por el deseo que se ve en ustedes de actuar, de expresarse,
de comunicarse como nunca habían podido hacerlo antes. Pero todo eso, ¿cómo ha
de traducirse en grandes cuentos, en cuentos que lleguen al lector con la
fuerza y la eficacia necesarias? Es aquí donde me gustaría aplicar
concretamente lo que he dicho en un terreno más abstracto. El entusiasmo y la
buena voluntad no bastan por sí solos, como tampoco basta el oficio de escritor
por sí solo para escribir los cuentos que fijen literariamente (es decir, en la
admiración colectiva, en la memoria de un pueblo) la grandeza de esta Revolución
en marcha. Aquí, más que en ninguna otra parte, se requiere hoy una fusión
total de estas dos fuerzas, la del hombre plenamente comprometido con su
realidad nacional y mundial, y la del escritor lúcidamente seguro de su oficio.
En ese sentido no hay engaño posible. Por más veterano, por más experto que sea
un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de
una profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético.
Pero lo contrario será aún peor, porque de nada valen el fervor, la voluntad de
comunicar un mensaje, si se carece ele los instrumentos expresivos,
estilísticos, que hacen posible esta comunicación. En este momento estamos
tocando el punto crucial de la cuestión. Yo creo, y lo digo después de haber
pesado largamente todos los elementos que entran en juego, que escribir para
una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir
revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente
acerca de la revolución misma. Por mi parte, creo que el escritor
revolucionario es aquel en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de
su libre compromiso individual y colectivo, con esa otra soberana libertad
cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese escritor,
responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o psicológica, o
vuelta hacia el pasado, su acto es un acto de libertad dentro de la revolución,
y por eso es también un acto revolucionario aunque sus cuentos no se ocupen de
las formas individuales o colectivas que adopta la revolución. Contrariamente
al estrecho criterio de muchos que confunden literatura con pedagogía,
literatura con enseñanza, literatura con adoctrinamiento ideológico, un
escritor revolucionario tiene todo el derecho de dirigirse a un lector mucho
más complejo, mucho más exigente en materia espiritual de lo que imaginan los
escritores y los críticos improvisados por las circunstancias y convencidos de
que su mundo personal es el único mundo existente, de que las preocupaciones
del momento son las únicas preocupaciones válidas. Repitamos, aplicándola a lo
que nos rodea en Cuba, la admirable frase de Hamlet a Horacio: “Hay muchas más
cosas en el cielo y en la tierra de lo que supone tu filosofia...” Y pensemos
que a un escritor no se le juzga solamente por el tema de sus cuentos o sus
novelas, sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho
de que el compromiso total de su persona es una garantía indesmentible de la
verdad y de la necesidad de su obra, por más ajena que ésta pueda parecer a las
circunstancias del momento. Esta obra no es ajena a la revolución porque no sea
accesible a todo el mundo. Al contrario, prueba que existe un vasto sector de
lectores potenciales que, en un cierto sentido, están mucho más separados que
el escritor de las metas finales de la revolución, de esas metas de cultura,
de libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado
para admiración de todos los que los aman y los comprenden. Cuanto más alto
apunten los escritores que han nacido para eso, más altas serán las metas
finales del pueblo al que pertenecen. ¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir
una literatura accesible a todo el mundo! Muchos de los que la apoyan no tienen
otra razón para hacerlo que la de su evidente incapacidad para comprender una
literatura de mayor alcance. Piden clamorosamente temas populares, sin
sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá
instintivamente entre un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y
complejo pero que lo obligará a salir por un momento de su pequeño mundo circundante
y le mostrará otra cosa, sea lo que sea pero otra cosa, algo diferente. No
tiene sentido hablar de temas populares a secas. Los cuentos sobre temas
populares sólo serán buenos si se ajustan, como cualquier otro cuento, a esa
exigente y difícil mecánica interna que hemos tratado de mostrar en la primera
parte de esta charla. Hace años tuve la prueba de esta afirmación en la
Argentina, en una rueda de hombres de campo a la que asistíamos unos cuantos
escritores. Alguien leyó un cuento basado en un episodio de nuestra guerra de
independencia, escrito con una deliberada sencillez para ponerlo, como decía su
autor, “al nivel del campesino”. El relato fue escuchado cortésmente, pero era
fácil advertir que no había tocado fondo. Luego uno de nosotros leyó La
pata de mono, el justamente famoso cuento de W. W. Jacobs. El interés, la
emoción, el espanto, y finalmente el entusiasmo fueron extraordinarios.
Recuerdo que pasamos el resto de la noche hablando de hechicería, de brujos, de
venganzas diabólicas. Y estoy seguro de que el cuento de Jacobs sigue vivo en
el recuerdo de esos gauchos analfabetos, mientras que el cuento supuestamente
popular, fabricado para ellos, con su vocabulario, sus aparentes posibilidades
intelectuales y sus intereses patrióticos, ha de estar tan olvidado como el
escritor que lo fabricó. Yo he visto la emoción que entre la gente sencilla
provoca una representación de Hamlet, obra difícil y sutil si las
hay, y que sigue siendo tema de estudios eruditos y de infinitas
controversias. Es cierto que esa gente no puede comprender muchas cosas que
apasionan a los especialistas en teatro isabelino. ¿Pero qué importa? Sólo su
emoción importa, su maravilla y su transporte frente a la tragedia del joven
príncipe danés. Lo que prueba que Shakespeare escribía verdaderamente para el
pueblo, en la medida en que su tema era profundamente significativo para
cualquiera -en diferentes planos, sí, pero alcanzando un poco a cada uno- y que
el tratamiento teatral de ese tema tenía la intensidad propia de los grandes
escritores, y gracias a la cual se quiebran las barreras intelectuales
aparentemente más rígidas, y los hombres se reconocen y fraternizan en un plano
que está más allá o más acá de la cultura. Por supuesto, sería ingenuo creer
que toda gran obra puede ser comprendida y admirada por las gentes sencillas;
no es así, y no puede serlo. Pero la admiración que provocan las tragedias
griegas o las de Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos
cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles, debería hacer sospechar a los
partidarios del mal llamado “arte popular” que su noción del pueblo es
parcial, injusta, y en último término peligrosa. No se le hace ningún favor al
pueblo si se le propone una literatura que pueda asimilar sin esfuerzo,
pasivamente, como quien va al cine a ver películas de cowboys. Lo que hay que
hacer es educarlo, y eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no
literaria. Para mí ha sido una experiencia reconfortable ver cómo en Cuba los
escritores que más admiro participan en la revolución dando lo mejor de sí
mismos, sin cercenar una parte de sus posibilidades en aras de un supuesto arte
popular que no será útil a nadie. Un día Cuba contará con un acervo de cuentos
y de novelas que contendrá transmutada al plano estético, eternizada en la
dimensión intemporal del arte, su gesta revolucionaria de hoy. Pero esas obras
no habrán sido escritas por obligación, por consignas de la hora. Sus temas
nacerán cuando sea el momento, cuando el escritor sienta que debe plasmarlos en
cuentos o novelas o piezas de teatro o poemas. Sus temas contendrán un mensaje
auténtico y hondo, porque no habrán sido escogidos por un imperativo de
carácter didáctico o proselitista, sino por una irresistible fuerza que se
impondrá al autor, y que éste, apelando a todos los recursos de su arte y de su
técnica, sin sacrificar nada ni a nadie, habrá de transmitir al lector como se
transmiten ras cosas fundamentales: de sangre a sangre, de mano a mano, de
hombre a hombre.
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