miércoles, 4 de junio de 2014

ANGELITOS EMPANTANADOS: EL PRETENDIENTE

Para comenzar esta historia pudiera escoger una mañana luminosa, un viento sin polvo (la plasticidad de los contrastes), un atadito de libros. Mejor veamos: a las 9 de la mañana baja por la Avenida Sexta, hacia el sur, un bus «Blanco y Negro» («Blanco y Nunca», le decíamos de muchachos). A esa hora iban más bien vacíos.
Cuando Angelita montaba en bus (y montar en bus le fascinaba, cualquier acción que significara trasladarse la tranquilizaba mucho) su asiento era el último en llenarse completo. Ningún hombre se le sentaba al lado sin antes pensarlo dos veces. Lo cierto es que ella mantenía como una agresividad que se manifestaba, sobre todo, en lo desprevenida que pa- seaba su belleza, y un tímido hubiera prevenido allí una humillación, cierto gesto duro en la boca, suficiente, se lo advertía, cierto sentimiento de alerta en la mirada. Pero en general era que se avergonzaban de interrumpir tanta independencia. Angelita sacaba los codos y la cabeza por la ventanilla (siempre se estaba quejando de que el pelo se le ensuciaba rapidísimo, y era que ni después del shampoo se privaba del gusto de ofrecerlo al viento) y se dedicaba a una contemplación de los andenes, de las palmas africanas, que ofendía a los buen mozos pues se sentían marginales e incapaces. Lo que era curioso, no faltaba por allí ninguno que también se asomara, que se pusiera a mirar la calle en movimiento, tratando de encontrar el motivo de aquella exagerada atención; incómodo, veía pasar las mismas orillas, un hombre con una botella de alcohol amarrada al pecho imprecando a los carros y a las mujeres; entonces el curioso, disgustado, se acomodaba de nuevo, y si la hubiera mirado bruscamente gozaría de la visión de Angelita cerrando los ojos (ese gesto anunciaba siempre una breve reflexión profunda para abrirlos ante una mujer que llevaba un vestido de la misma tela que su camiseta). Con el tiempo fue adquiriendo la costumbre de volver la cara violentamente ante un objeto desagradable, y de quejarse y hablar sola siempre que un pensamiento doloroso volvía sobre lo que ella intentaba fuese un tránsito de impresiones y recuerdos gozosos.
Sucedía que cuando el bus ya estaba lleno (a la altura del paradero del Parque Bolívar) el chofer, mirando por el espejo, tenía que reprocharle a los pasajeros lo absurdo de aquel asiento vacío, entonces alguien se decidía y se dejaba caer en un impulso sacándole aire al cojín, y ella aunque consciente de la irrupción no voltiaba a mirar; pero el otro era incapaz de seguir ignorando durante todo el viaje la repentina dureza de aquel cuerpo que por más que intentaba no podía, con tanta curva y frenazo, dejar de tocar. Y al rozarlo lo sentía dulce y tibio. Si él se bajaba antes, pisaba tierra con un agobiante sentimiento de exclusión (si era uno de los buen mozos, imagínense). Pero si era Angelita la que primero tocaba el timbre, el hombre se confundía todo ante ese «Permiso por favor» que ella siempre acompañaba de alguito de presión con la rodilla; a la vez lo invadía una como misericordia por aquella muchacha de rostro abierto y frente tan sudorosa, tan sudorosa que humedecía la profunda raíz del pelo, esa muchacha de bluyines que no podía soportar la cercanía de él, un semejante, sin demostrar tanta consternación, tanta agonía. Solo después de que la había visto bajar a tierra y perderse con paso largo y torpe se le antojaba el sentido y la naturaleza de ese (que ahora sí recordaba) ronco «Permiso por favor», y del furioso golpe que ella le dio en la pierna, tanto que cuando bajara le seguiría doliendo, y esa tarde también, y también mañana.



Angelitos empantanados(El pretendiente).
Andres Caicedo.

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