martes, 11 de noviembre de 2014

Reflexiones ante un espejo (Ricardo Abdahllah)



Desde que era niño nunca había podido mirarse en un espejo sin sentir algo extraño, y aunque por muchos años le había sido imposible darle un nombre a ese sentimiento, ahora lo sabía, era el miedo, ahora estaba completamente seguro de ese nombre y completamente seguro de que el espejo era el camino perfecto a lo que los autodenomidados cuerdos llaman "locura".

Una  noche de lluvia el pedazo de ser humano se desnudó para tomar una ducha. Vivía solo y todos estaban muy ocupados como para escucharlo cuando le daba por quejarse de su soledad. El día había sido un tormento y se sentía más arrepentido que nunca de haberse unido a la masa y de haber cambiado la música de la vida creadora por un baile mecanizado al monótono ritmo de las variaciones del mercado internacional. Después de salir del baño, hizo diez minutos de pesas y se tomó un par de pepas. Con eso sería suficiente para no darle más vueltas al asunto, un par de pepas, una copa de vino y listo. Mañana sería sábado y seguramente se sentiría mejor. Ya no le daba por pensar con tanta frecuencia como cuando era joven, así que por  ahora sólo quería dormir plácidamente.

Entonces ocurrió, sin querer, por distracción y olvido. Se quedó mirando fijamente sus propias pupilas reflejadas. Las Furias habían sido liberadas pero el soma que cada día tomaba en su café, en sus periódicos y en sus noticieros le impidió notarlo… quizás unos años antes habría sido diferente… pero en ese momento, conforme, viejo y estúpido, no pudo evitar concentrarse en su reflejo y sentir cómo la sonrisa que traía se iba desvaneciendo. Se aterrorizó, su imagen le estaba llenando la cabeza y en su atormentado cerebro se multiplicaba y deformaba. Los siglos de quietud y vacío se quemaban en cuestión de segundos… se desdoblaba, cantaba a todo pulmón y observaba al mundo desde lejos, desde la perspectiva que tienen Dios y las moscas…vio el universo como solo un hombre libre puede verlo y entonces cayó en cuenta de que él era él y no la tercera persona que solía creerse  y que siempre contemplaba, como un actor en un mundo de personajes creados por un libretista entre santo y maquiavélico del que solo se podía esperar que le diera un final feliz a la serie. Sintió todo el dolor de encontrarse a sí mismo y cómo súbitamente se le helaba la sangre… quiso correr pero las puertas y ventanas habían desaparecido.

Fue entonces cuando comprendió que esa multitud de personas que lo envolvían diariamente para jugar a herir y ser heridos tampoco eran actores y que quizás en ese preciso momento estarían enloqueciendo al pensar lo mismo.
Todo fue en cadena… todo fue un apocalipsis a una muy miserable escala personal. Las cosas que lo rodeaban dejaron de ser los decorados de la obra de teatro para  transformarse en una mezcla de fuego y gloria en honor de quienes lo construyeron y destruyeron todo… las paredes se curvaron y el monótono decorado geométrico del baldosín comenzó a mostrar sonrisas tiernas y dedos acusadores… el pobre caníbal gritó, gritó como nunca lo había hecho y con una de las rocas que aparecían bajo sus pies rompió  el espejo… pero una vez más, como en todos los años en los que por gusto jugó a ser mártir aun a sabiendas de lo inútiles que son los sacrificios de los mártires una vez que se convierten en los estandartes de sus seguidores-profanadores, la violencia con la que se atacaba no fue suficiente para liberarlo. Fue entonces cuando su propia imagen rota comenzó a devorarlo, una nueva contradicción se revelaba en el momento: sufría al ser devorado y se dejaba devorar para dejar de sufrir. Tras una sonrisa melancólica, que indicaba a los espectadores ausentes que se había resignado a su destino, su imagen lo devoró y excretó completamente.

Y al día siguiente, cuando en teoría todo el humo debía haber salido de su cuerpo, lo hallaron con los brazos sobre el borde del lavamanos. Un análisis detallado del cadáver permitió encontrar restos de pintura de platino en las heridas de sus muñecas.  

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