Un bus me deja a mitad de camino. Por 30 centavos compro 15 minutos de  paisaje. A la montaña subo a pie, jadeando de calor hasta coronar la  cumbre. A la casa donde voy se entra por una avenida de rosas cuyos  botones estallaron esta tarde al sol. Todavía, en el perfume del aire,  mi carne percibe la cópula de la naturaleza.
La visión de la ciudad es espléndida desde esta altura. Puede pensarse  en un paisaje ideal para místicos, pero aquí viven los industriales  antioqueños.
Todavía no me tomé una copa, y ya estoy ebrio. La voluptuosidad del aire  emborracha mis sentidos. Me niego a beber para conservarme lúcido, y  gozar este paisaje fascinante tan parecido a la gloria. Para empezar, un  jugo de moras.
Marina me enseña el nombre de las matas que crecen en su jardín:  gardenias, alelíes, crisantemos y girasoles. ¡Qué derroche de belleza!  No falta un color, y todos los aromas están presentes. Escandalosa  lujuria de esta tierra donde brota el milagro por el amor de un corazón y  unas manos de mujer.
Quisiera vivir en medio de este esplendor de fuerza, sol y poesía. Pero  tal vez no. Esta violencia desencadenada terminaría por matarme, es  demasiado inhumana. Mi alma también ama la pobreza, la aridez y las  piedras. Mi dicha muere en el exceso. Y esta belleza es perfecta. La  felicidad tendría aquí su reino, pero también una muerte melancólica. El  corazón necesita ausencias para alimentar el deseo.
Nos instalamos en la biblioteca. Tomamos un licor seco, excitante, y  estamos felices. Tras los vidrios una terracita sembrada de pinos semeja  un balcón sobre un abismo que titila: ¡La ciudad!
Anclada en la oscuridad, chisporrotea con sus neones brillantes. El  viento mece los árboles. El cielo centellea apacible. Me siento  despojado de espíritu, vacío de ideas, sólo abierto a las embriagueces  del cuerpo.
Lenta y cálida invasión de felicidad que nace al mismo tiempo que la  noche. Reconciliación de mi ser con el mundo. Esta noche sólo existo  para afirmar, para consentir. No tengo dudas sobre nada. Ni siquiera los  asesinos pensamientos de muerte. Perfecta plenitud en el mundo y en mi  alma: una paz de piedra, dicha sin fondo.
Olor de eucaliptus y rosas en la biblioteca. Me digo: es el buen olor de  la sabiduría, esta inocencia que no está escrita más que en el aire, y  más alto aún, en las estrellas.
Cuando a media noche salgo en la terracita veo la ciudad iluminada, feliz bajo la fresca noche de verano.
¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que  tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en  la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero. Pero amo  tus cielos claros y azules, como ojos de gringa.
De tu corazón de máquina me arrojabas al exilio en la alta noche de tus  chimeneas donde sólo se oía tu pulmón de acero, tu tisis industrial y el  susurro de un santo rosario detrás de tus paredes.
Bajo estos cielos divinos me obligaste a vivir en el infierno de la  desilusión. Pero no podía abandonarte a los mercaderes que ofician en  templos de vidrio a dioses sin espíritu.
Te confieso que no me gustaba tu filosofía de la acción, y elegí para mí  la poesía. Este era el precio de mi orgullo y mi desprendimiento.
Tus mañanas son las más bellas que han amanecido en ciudad alguna. Pero  me negaba a perder su contemplación por tus oficinas burocráticas. No,  Medellín: prefería esperar tus mañanas en un bar, o en un parque  solitario para que te vomitaras plena de libertad y radiante de sol  sobre mi corazón borracho.
Por eso me decías “vago”, porque nunca fui avaro con tu belleza. En  cambio tú nunca fuiste generosa con mi locura. Yo te daba mucho amor y  te adoraba. Pero de tanto amarte casi me destruyes.
Huí de tu belleza y de tus glorias para conquistar las mías, en vista de  que no parecías orgullosa de mis alabanzas, y me despreciabas como a un  bastardo porque no hacía lo de todos: rezar el rosario, casarme,  trabajar como un negro y después morir.
De noche te era fiel, era tu testigo desvelado para que tu belleza no  fuera inútil: te aseguraba un reino en mi conciencia y una dicha en mi  corazón exaltado. Pero nunca comprendiste la humilde gloria de tener un  poeta errando por el corazón desierto de tus noches considerándote mi  hogar, mi amante, y mi única patria.
Eres utilitaria en cambio, y preferías acostarte con gerentes y  mercaderes. También eres tiránica, pues te place la servidumbre, dominar  soberana en el reposo de los vencidos y los muertos.
Sola y pura con tu gloria inhumana. Avara con tu majestuosa belleza. No  te das porque a todos has matado, Medellín asesina, Medellín de corazón  de oro y de pan amargo.
¿Por qué te empeñas en matar el Espíritu? Yo sé: porque el Espíritu tiene sus glorias que te rivalizan en poder.
No todo es Hacer, Medellín. También No-Hacer es creador, pues no sólo de  hacer vive el hombre. Dijo Lawrence: “Prefiero la falta de pan a la  falta de vida”. Pero tu fanatismo laborioso no te da tiempo para  asimilar otras filosofías de la vida. No has tenido tiempo de aprender  el Poder sin la Gloria. A veces le coqueteas al Espíritu, pero pesas  demasiado con tu materialismo para permitirte una grandeza que no es  elevada, que no es del alma.
No tienes corazón ni ojos para estas gardenias que me rodean, estos  lotos en su laguna, ni para esta carga embriagadora de perfumes, y esta  dicha carnal que me llega del silencio. Eres de una inocencia perversa  porque asesinas el alma de las flores; porque arruinas el cielo con tus  vomitadoras chimeneas; porque robas al sueño su silencio con tus  ronquidos de producción en serie.
Hay otras mercancías que no produces: los alimentos del alma. Ni  siquiera tienes una fabriquita para alimentos del alma. Tus politécnicos  y universidades sólo vomitan burócratas, peones, jefes de personal y  millares de contadores para tu potente máquina económica, tus cerebros  electrónicos y tu Bolsa Negra.
¡Castrados de espíritu! Y yo sé que no son brutos. Al contrario, son  idealistas y mesiánicos, herederos de conquistadores. Pero tú eres  horriblemente frustradora.
Eres incapaz de producir un líder espiritual, ni siquiera un mártir.  Porque antes de que el Iluminado diga su mensaje de salvación, ya tú le  has ofrecido un puestecito en el Banco Comercial Antioqueño, y lo  conquistas para heredero de tus tradiciones, socio de la Venerable  Congregación de los Fabulosos Ingresos Per Cápita y Caballero del Santo  Sepulcro.
Así coaccionas el espíritu de creación, la libertad y la rebelión. Eres  endemoniadamente astuta para conservar la vigencia de tus estúpidas  tradiciones. No admites cambios en tu poderosa alma encementada. Sólo te  apasiona la pasión del dinero y aforar bultos de cosas para colmar con  tus mercancías los supermercados.
Esto no estaría mal si con tus excesos y tus delirios productivos te  acordaras de que tienes alma. Pero el tiempo del ocio lo ocupas en  engrasar tus poderosos engranajes que mueven día y noche tu filosofía  del Hacer, tu pensamiento reproductor.
A veces apestas a gasolina y hollín, mi pequeña Detroit. Cuando me  abrumas con tus puercos olores siento piedad por tu insensato  autodesprecio. Ni siquiera hay un rinconcito en tu monstruoso corazón de  máquina para que florezca la flor bella, la flor inútil de la Poesía.
* * *
Y así... tu belleza me daba el gusto amargo de la muerte. Tu desprecio  en vez de anonadarme me infundía coraje y una terrible fuerza para  conquistar los cielos, los mares y los amores imposibles, y a mí mismo  que estaba muerto en la nada.
A pesar de ti, te debo lo que soy, pues no sería nada si no hubiera  nacido bajo tu cielo. Tu tradición me predestinó desde siempre a la  rebeldía. La demencia de tu producción me arrojó en los hornos de la  pasión creadora y la contemplación.
He sabido estimarme en la medida en que me despreciabas. Abracé la  soledad porque me arrojaste de tus templos, tus fábricas y tus  cementerios donde no daba la medida de la muerte. Me cerraste todas las  puertas y me quedé fuera de tí, sin tí, y me obligaste a mirar hacia lo  alto y hacia el fondo, a mi alma y al cielo.
En tus calles besé el rostro amargo del fracaso. Te suplicaba en  silencio en tus noches de eterna belleza, pero no entendías mi lenguaje  de oración. Había que enternecerte a martillazos, hacerte razonable a  golpes de sacrificio: cabeza dura de cemento, alma de caldera, arterias  de hierro galvanizado que alimentan de aceite tu corazón. No de sangre, y  por eso eres más insensible que un zapato.
Tu desalmada indiferencia me obligó a vencer mis feroces enemigos: esos  fantasmas interiores que crucificaban mi carne joven con fieros clavos  de auto-destrucción. Yo chillaba de dolor silencioso en el mismo corazón  de tu desprecio.
Lo que más me atormentaba era un áspero deseo de suicidio que intenté  con horribles venenos entre tus petulantes rascacielos, o en la sordidez  de tus burdeles donde me consagraba a horrendas orgías con ancianas,  mendigas harapientas y niñitas rameras que podían ser mis hijas.
Pero fue inútil, yo soy alma difícil de crucificar. Veinte años antes me  habías hecho heroico cuando de niño asaltaba tus montañas acosado por  el hambre. Con las primeras guayabas que te robé me hiciste invencible y  poeta de la rebelión.
¿Recuerdas el susto que me diste aquella tarde cuando enviaste tus  policías a la verde y desolada colina donde la estatua del Salvador  abraza la ciudad?
Yacíamos de cara al sol de la tarde mi amiga y yo, modestamente  abrazados leyendo un libro de poemas. Nos apuntas con un revólver  asesino porque según tu moral eso era pecado, o sea, estar allí solos y  benditos de cara al cielo azul. Te empeñabas en que éramos dos  delincuentes por estar allí “profanando” la estatua de yeso de nuestro  querido Señor Jesucristo. Pero no se te ocurre que el amor entre dos  seres vivos es la cosa más santa que hizo Dios. Y además, era falso lo  que estabas pensando, pues estábamos muy puros leyendo a Walt Whitman  esperando que cayera la noche para meternos a un montecito a... Bueno,  eso a ti no te importa, vieja chismosa.
Te empeñaste en inventarnos un crimen para meternos en la cárcel, lo que  intentaste hacer si yo no te hubiera sobornado con mi recordada  estilográfica “Parker” para que no cometieras esa burrada con mi  compañerita que estaba llorando de dolor, sintiéndose una horrible  prostituta dentro del sombrío ataúd rodante donde nos embutiste como un  par de tenebrosos criminales.
Nunca te perdonaré aquellas lágrimas, Medellín malo, pues mataste en el amor de mi niña la inocencia animal de su cuerpo...
Y como eres una beata farisea y retenida, nos niegas hasta la felicidad  barata de esa cama verde tendida por Dios para sus pobres amantes que  por decencia no pueden ir a los burdeles donde bendices la degradación  de las almas, y hasta expides carnets para legalizar el envilecimiento  del amor.
Tu morbosa imaginación no puede concebir dos seres puros hijos del sol, o  de la noche, porque los condenas con tu diabólica moral redactada por  inquisidores prostáticos.
Francamente, Medellín, eres peligrosa. Eres como el diablo para  comprarle las almas, con la diferencia de que tú no las condenas al  Infierno, sino al No-ser.
No te enojes, mi querida, te amo más de lo que crees, pues al fin tú me  has hecho posible. A tí, que no me has dado nada, salvo soledad y un  poco de dura miseria, te debo la riqueza infinita y humilde de mi ser,  que no cambio por todo el oro de tus bancos comerciales.
Después de todo eres milagrosa. Haces posible lo imposible: hasta eres  capaz de producir un loco idealista como yo. ¡Bendita seas!
Tu incomprensión ha creado en mí un hombre nuevo, distinto a los hombres  que produces en serie como si fueran bultos de tela, muertos, o  botellas de ron.
En ese desamparo me hice fuerte para la lucha, y te negué el homenaje de  mis bodas con la muerte y la resignación. Y además, te debo gratitud,  porque esa tu manera de parir “monstruos” me regaló un santo que fue mi  maestro Fernando González. Te vuelvo a bendecir por él, a quien tanto  hiciste sufrir, y tanto te amó.
* * *
Todo es calmo esta noche de una manera dulce, sin furor. El cielo se  derrama en una brisa de estrellas. Esta luz esparce beatitud por el  inmenso Valle de Aburrá. En lo más claro del cielo se dibuja un elefante  con alas que son enormes plumas de nubes. Semeja un ángel en reposo, en  pausa para elevar el vuelo al fondo más azul de la noche. Luego se  desintegra en una constelación de luces. Creo que estoy borracho.
En un sitio no lejos de este monte, una mujer duerme su sueño puro. ¿O  será desesperado? A esa mujer la amé hace años. Aún oigo sus canciones  de amor, su voz excitante y carnal. Siento que el corazón es ingrato y  acumula tumbas en la juventud que luego olvida. Al principio las riega  de amor, de besos, de lágrimas, de flores. Y luego de indiferencia.
¿Qué será de esa mujer a la que antes había hecho el homenaje de mi  vida, y ahora soy incapaz de rendirle el de un recuerdo, ni siquiera un  deseo, ni nada que no sea este desgarramiento de indiferencia?
En la biblioteca, hermosa fiesta de silencios. Afuera todo calla, hasta  mi corazón tumultoso. En lo alto del cielo, todo se apacigua: el rumor  de la ciudad, los sauces, el viento, mientras la noche cruza silenciosa  sobre este universo puro y sin memoria. Mi corazón enamorado cesa de  latir para que lo poseas con tu gloria, ¡oh cielo sagrado!
Puro dolor de dicha en esta noche desierta, sin amarte, sin teléfono  para llamar a Dios, solo con mi soledad que no sabe dónde buscarte mi  amor perdido, mi monja.
¡Oh, alma mía, qué amarga es la belleza!
* * *
Amanece.
Mi amigo se ofrece a bajarme en auto, pero me niego. El cielo estalla de  estrellas, mil aromas, un canto salvaje de cigarras, el rocío. Un aire  tibio se pega a mi piel como si fuera una amante.
Desciendo fumando cigarrillo, feliz con las manos en los bolsillos por  una carretera solitaria donde se derrama la luz llena de la luna. No me  inquieta el peligro.
Pero como siempre que estoy feliz sintiéndome predestinado, llegas a  interrumpir mis éxtasis con la santa naturaleza, y me atropellas con un  catafalco del que se baja un sargento muy categórico que me pide  identidad.
Me pones “¡manos arriba!” y me requisas a ver si tengo puñales o armas  asesinas, y me acorralas como a una rata. Entonces te enseño una cédula  donde quedé con cara de delincuente común, lo cual fue mi perdición.
—¿Qué hace a esta hora por la carretera?—preguntas.
—Nada—te digo—, paseo... existo...
Era la pura verdad, ¿qué mas podía decirte?
—Ja, ja, ¿oyeron a este imbécil? Dice que existe, ja ja ja.
¿No ves? Te burlas porque existo, porque soy poeta, y me declaras  culpable una vez más porque no estoy fabricando trapos, ni durmiendo  “como todo el mundo”. Entonces me empujas a tu asquerosa ambulancia y me  depositas en un hediondo calabozo lleno de estiércol y marihuaneros.
Desgraciadamente esa noche no tenía siquiera cigarrillos para  conquistarte, para proponerte un “negocito” que es el único lenguaje que  te conmueve.
A cualquier precio querías hacer de mí un delincuente, y en verdad no me  explico por qué no lo soy, si hasta me dejaste el estigma de un  horrible complejo de culpa. Mi atormentada cara de poeta sufriente fue  siempre para ti un delito.
Mi hermano Jaime madruga a pagar mi rescate, lo cual hace con inmensa  piedad, y de paso me regala un sermón marca “Made in Medellín”, y un  paquete de cigarrillos.
Para justificarme, le digo a la salida: “Oye compañero, te juro que soy  inocente, lo que pasa es que tengo cara de poeta maldito”.
* * *
Aquella mañana de expresidiario reincidente fui a tu plaza de mercado a  comer naranjas, y una vez más soy feliz a pesar de mis desventuras, y  adoro tus contrastes. ¡Qué bello, puro y viril es tu pueblo antioqueño!
Imagínate que un culebrero nos reúne en torno a su cacharros, y nos dice  que “algunos del respetable público” estamos condenados. Promete  sacarnos el Diablo del cuerpo con una pomada milagrosa por la módica  suma de un peso. Eleva un brazo peludo de predicador y exclama:
—¡No tengan miedo, mis hermanos... Yo no les voy a robar... Este brazo  es antioqueño y honrado, sólo lo uso para acariciar la ninfa y dominar  el oso!
Pues sí, estuve a punto de abrazar a ese culebrero sucio y fornido,  ¿sabes por qué, Medellín? Porque eres capaz de inspirar a un estafador  la frase que habría hecho inmortal a Don Miguel de Cervantes.
Sobra decir que el filósofo ateo Gonzalo Arango fue el primero en  comprar la cajita de pomada milagrosa para sacarse el diablo del cuerpo.  Pero sin esperanzas de mejoría, pues cada vez que me la unto, mi novia  dice: ¡Amor mío, hueles a diablo!