domingo, 2 de enero de 2011

Hay un día Feliz (Nicanor Parra)

A recorrer me dediqué esta tarde 
las solitarias calles de mi aldea 
acompañado por el buen crepúsculo 
que es el único amigo que me queda. 
Todo está como entonces, el otoño 
y su difusa lámpara de niebla, 
sólo que el tiempo lo ha invadido todo 
con su pálido manto de tristeza. 
Nunca pensé, creédmelo, un instante 
volver a ver esta querida tierra, 
pero ahora que he vuelto no comprendo 
cómo pude alejarme de su puerta. 
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas 
ni sus viejos portones de madera. 
Todo está en su lugar; las golondrinas 
en la torre más alta de la iglesia; 
el caracol en el jardín; y el musgo 
en las húmedas manos de las piedras. 
No se puede dudar, este es el reino 
del cielo azul y de las hojas secas 
en donde todo y cada cosa tiene 
su singular y plácida leyenda: 
hasta en la propia sombra reconozco 
la mirada celeste de mi abuela. 
Estos fueron los hechos memorables 
que presenció mi juventud primera, 
el correo en la esquina de la plaza 
y la humedad en las murallas viejas. 
¡Buena cosa, Dios mío!, nunca sabe 
uno apreciar la dicha verdadera, 
cuando la imaginamos más lejana
es justamente cuando está más cerca. 
Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice 
que la vida no es más que una quimera; 
una ilusión, un sueño sin orillas, 
una pequeña nube pasajera. 
Vamos por partes, no sé bien qué digo, 
la emoción se me sube a la cabeza. 
Como ya era la hora del silencio 
cuando emprendí mi singular empresa 
una tras otra, en oleaje mudo, 
al establo volvían las ovejas. 
Las saludé personalmente a todas 
y cuando estuve frente a la arboleda 
que alimenta el oído del viajero 
con su inefable música secreta 
recordé el mar y enumeré las hojas 
en homenaje a mis hermanas muertas. 
Perfectamente bien. Seguí mi viaje 
como quien de la vida nada espera. 
Pasé frente a la rueda del molino, 
me detuve delante de una tienda: 
el olor del café siempre es el mismo, 
siempre la misma luna en mi cabeza; 
entre el río de entonces y el de ahora 
no distingo ninguna diferencia. 
Lo reconozco bien, éste es el árbol 
que mi padre plantó frente a la puerta 
(ilustre padre que en sus buenos tiempos 
fuera mejor que una ventana abierta). 
Yo me atrevo a afirmar que su conducta 
era un trasunto fiel de la Edad Media 
cuando el perro dormía dulcemente 
bajo el ángulo recto de una estrella. 
A estas alturas siento que me envuelve 
el delicado olor de las violetas 
que mi amorosa madre cultivaba
para curar la tos y la tristeza. 
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces 
no podría decirlo con certeza; 
todo está igual, seguramente, 
el vino y el ruiseñor encima de la mesa, 
mis hermanos menores a esta hora 
deben venir de vuelta de la escuela: 
¡sólo que el tiempo lo ha borrado todo 
como una blanca tempestad de arena!

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