Suicidarse en el mar es como desnacerse
en el claustro materno, es como retornar a la tibieza
de la verdad primera, redescubrir el hálito
fugaz que nos perdura, quizás la certidumbre
de que también el fin puede ser una forma de empezar.
Hay suicidas muy torpes: tienen prisa en sus renunciaciones
y eligen sin pensar acantilados altos como el desprecio,
foscos como la ruina para el vuelo final. Acaban
casi siempre como siempre vivieron: en alguna
caverna de escollos heridores, atrapados en
redes sin linaje, recubiertos de umbría,
anclados a su malva soledad.
Pero hay quienes ofician el suicidio
como un rito: se visten de túnicas muy blancas,
con guirnaldas de flores dan prestigio a sus sienes,
y enaltecen sus cuellos y sus manos con bellísimas
joyas y abalorios cuyo fulgor conforta los sentidos
y el ánimo sosiega y la inocencia acrece.
Después, tras consultar tablas lunares, astrónomos,
augures, cartas de marear, escogen una fecha
de otoño transparente y con el claroscuro de la tarde
vencida se internan con cuidado entre las aguas,
la mirada en sus culpas, el olfato en su ausencia,
el tacto en sus ensueños, mientras van repitiendo
las palabras que jamás escucharon y que siempre
quisieron escuchar…
Con su gentil y antigua cortesía acoge
nuestro mar a estos pulcros suicidas, les da la bienvenida,
les recibe en su imenso nidal. Y arrullando su frágil
mansedumbre, entre un magno silencio de ondas
y presagios, les orienta hacia dársenas ocultas,
hacia anónimas clas donde aguarda una pequeña
barca que ya tiene la orden de partir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario