lunes, 7 de marzo de 2011

CANCIÓN DE LA VIDA PROFUNDA (Porfirio Barba Jacob)

Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos...
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.

Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día...
en que levamos anclas para jamás volver...
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!

domingo, 6 de marzo de 2011

LA MUERTE DE ISOLDA (Horacio Quiroga)

  Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco bajo.
         Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro —aun bien hermoso— residen en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que'no entenderán nunca las mujeres.
         La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.
         Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
         Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.
         Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y, después de un momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
         Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.
         —Se conocen —me dije— y no poco.
         En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada atrás, y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía inmóviles.
         Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había retirado.
         —Final de idilio —me dije melancólicamente.
         Él no volvió más, y el palco quedó vacío.
........................................
         —Sí, se repiten —sacudió largo rato la cabeza—. Todas las situaciones dramáticas pueden repetirse, aun las más inverosímiles, y se repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma humana. Yo quiero tanto como usted esa obra, y acaso más. No me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, y con él las treinta y seis situaciones del dogma, fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra cosa Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones... Sí, ya sé que se acuerda... No nos conocíamos con usted entonces... ¡Y precisamente a usted debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz... ¡Feliz!... oigame. El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo más... Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo que era yo entonces —en lo bueno únicamente, por suerte—. Y segundo, por que usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a oír. Oígame:
         La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su novio hice cuanto estuvo en mí para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se enfrió.
         Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
         Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un extremo tal, que me exasperé v la pretendí seriamente. Pero si mi persona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren necesario, y me lo dio a entender claramente.
         Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia, flirteé con una amiga suya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del téte-à-téte a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se exasperó.
         Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de felicidad cada vez que me veía llegar.
         La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una esfera mucho más alta.
         Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
         —¿Qué tienes? —me dijo.
         —Nada —le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó hacer, sin prestar atención a mi ¡nano y mirándome insistentemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos en la sala.
         La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció.
         Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
         Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.
         —¡Es evidente!... —murmuró.
         —¿Qué?—le pregunté fríamente.
         La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se demudó:
         —¡Que ya no me quieres! —articuló en una desesperada y lenta oscilación de cabeza.
         —Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo —respondí.
         No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
         Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la mano con el cigarro, su voz se rompió:
         —¡Esteban!
         —¿Qué? —torné a repetir.
         Ésta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás ex el sofá, manteniendo fija en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.
         Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud —no veía en ella más que injusticia— acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violento chasquido de lengua.
         —Yo creía que no íbamos a tener más escenas —le dije paseándome.
         No me respondió, y agregué:
         —Pero que sea ésta la última.
         Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento después:
         —Como quieras.
         Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:
         —¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
         —¡Nada! —le respondí—. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que estamos en el mismo caso. ¡Estoy harto de estas cosas!
         Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:
         —Como quieras.
         Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder:
         —Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
         No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera infamia; y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
         —¡Es claro! —apoyé brutalmente—. Porque de mí no has tenido queja.... ¿no?
         Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.
         Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la sala. Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre.
         ¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no,era digno de ella, ni la merecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno ha ya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la írreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.
         Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la,vi echada sobre el sofá, sollozando el alma entera, entre sus brazos.
         ¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor, sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.
         —¡Inés! —dije.
         Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notario bien, porque su alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor —¡esa vez, sí, inmenso amor!
         —No, no... —me respondió—. —¡Es demasiado tarde!
........................................
         Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...
         —Me creerá —reanudó Padilla— si le digo que en mis insomnios de soltero descontento de sí mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho años, y supe— entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido y Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.
         No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después amó cien veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo lo hice, comprenderá, toda la pureza que hay en mi recuerdo.
         Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro... Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada —única entre todas las mujeres—, habían sido 'mías, bien mías, porque me habían sido entregadas con adoración. También apreciará usted esto algún día.
         Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis,ojos, y durante ese—tiempo ella concentró en su palidez la sensación de esa dicjla muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!
         Me levanté entonces, atravesé las butacas como u sonámbulo, y avancé por el pasillo aproximándome ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido, un miserable...
         Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.
         Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez años antes sobre el sofá ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
         ¡Inés!.... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía!
         Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la llamé:
         —¡Inés!
         Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos:
         —No, no... ¡Es demasiado tarde!...

Cinta Transportadora (Javier Iriso)

Sí. Alguien me adora
no es mi madre (que también)
ni mujer plañidora (perdón, plañidera).
Es un duende de ojos verdes
y en cuanto me descuido me muerde.

Al nacer te colocan en una
cinta transportadora, que es la vida.
Hay cintas de primera, segunda
y tercera. Se puede saltar de una
a otra, pero es difícil. Para consuelo
del tercer mundo, el primero creó
el cuarto a su alrededor,
así pueden tirar unas monedas
y sentirse mejor. Del segundo
se habla poco.

Alguien me quiere
alguien me adora
alguien me pone la lavadora.
Cuando no está la pongo yo.

CAP (Javier Iriso)

Sentado en el tono quebrado de tu alma
dibujo sombras.
Mis oídos borrachos de gozo
escuchan un discurso vacío.
Sobre un trono desvencijado
Arrojas el desorden que tu sed provoca.

Y quieres volver a mi, cuando ya
nadie de ti se apiada
sabiendo del orgullo malherido
que escupes con dolor.

Ahora llega la emoción a tu corazón roto.
¡Cómo me gusta esa exaltación de tu ánimo!
Pareces otro, el tiempo fluye,
Vibra tu carne.

No recuerdo haber dicho cosas (Javier Iriso)

No recuerdo haber dicho cosas
interesantes, ni por más que
me esfuerce encuentro sentido
a esta habitación.
Me han enseñado a defenderme,
a guardar mis dudas
en la cajita que me regalaste.
Me duelen los pies de los pisotones
y de pisar.
También los músculos faciales
de tanta pose tonta.
Y así me hallo, echando
cenizas blancas para que el ave
retome su vuelo; enganchando
eslabones para alargar la cadena
que lleva soldada al cuello.

La tribuna de las ratas (Javier Iriso)

Sé qué es caer desde la cima de la torre.
Se odiar porque me habéis enseñado.
Sé que el dolor viene cuando te golpean, y no antes,
y que lo excelso se escribe en papeles diminutos.

También aprendí a amar, desde dentro,
y soportar que alguien te quiera más
que a sí mismo.

No encierro maldad, sino rencor.
Sufro porque la herida escuece.
Sufro porque yo no pedí sufrir,
y sufro porque mi madre me ha dicho que ya no puede alegrarse del bien ajeno.

Era yo
quien caminaba
y vosotros
quienes colocasteis la roca.
Es a mi
a quien habéis aplastado hundido humillado
con vuestras poderosas torpes mentiras.

Es el pozo negro de vuestra alma.
Es el pozo negro de vuestro ser.
Es vuestra mezquindad profunda.
Vuestro vacío
es
mi ruina.


Pero camino feliz
con la cabeza alta, pues
Hay que caminar "soñando".

12 de Marzo (Javier Iriso)

Y llegaste en la noche, al fin…
…y no dejabas de sonreír.
Ahora, que ya sequé al sol la mortaja que envuelve mi alma,
ahora que el dolor y la nausea fueron desterrados
y el llanto es un canto alegre de vida muerta,
cuando una amarga y hedionda serenidad se filtra
por los poros de mi piel,
por las grietas de mi cráneo,
por las suturas de mis huesos,
entonces, ahora, vas…y vienes; precisamente ahora
que ya no te esperaba, ahora que tenía la certeza
de tu inexistencia vas tu y llegas sonriendo,
sin pedir permiso,
sin anunciarte,
sin dejar que me prepare para el duelo.
¿qué extraña criatura eres?
¿quién te dijo que yo estaba allí
esperando en paz el vacío de la noche helada?
Ah! Ya recuerdo, has venido para dulcificar la derrota del doce de marzo.


jueves, 3 de marzo de 2011

La princesa azteca(Juan Manuel Peza)



El bosque centenario
en sus antros encierra
ese silencio eterno que acompaña
a las salvajes pompas de la América.

En el espeso toldo
que al sol el paso niega,
los cenzontles que cantan en las noches,
de rama en rama sin zozobras vuelan.

Y el cardenal errante,
y el colibrí de seda,
al beso de las tibias alboradas,
dando celos al iris, juguetean.

De las copas más altas,
como argentadas hebras,
las canas de los viejos ahuehuetes
dan a los vientos sus robustas crenchas.

Y revistiendo el tronco
de secular corteza,
matizando sus tronos de esmeralda,
se abre a la luz la trepadora hiedra.

Tapiza el suelo un musgo
que ni el verano seca,
donde recoge el aire en las mañanas
un sempiterno olor a flores nuevas.

El bosque centenario
en su extensión inmensa
repercute en las tardes los acentos
más dulces de los cánticos aztecas.

Las voces de una raza
peregrina y guerrera
que va dejando con su sangre hirviente
de su incesante caminar las huellas.

Y vagan esas notas
dulcísimas y tiernas,
enseñando a los pájaros salvajes
tristes y melancólicas cadencias.

Las repite el cenzontle
en la noche serena,
cuando la luna en el azul espacio
el heno de los árboles platea.

Las dice la calandria,
el clarín las remeda,
y en las tardes de mayo los jilgueros
trovan los himnos de su amor con ellas.

Y cuando en tristes horas
de lluvia y de tinieblas
la tempestad su carro de relámpagos
sobre los viejos árboles pasea,

y con ojos de llamas
la lechuza agorera
predice la catástrofe y la muerte
como alada Sibila de la selva,

cuando los vientos rugen,
cuando los troncos tiemblan
y cual cinta de lumbre en negro abismo
el rayo retumbando culebrea,

en el fondo del bosque,
rasgando las tinieblas,
se oye dulcísima y doliente
que canta melancólicas endechas.

Son las notas de un arpa
de misteriosas cuerdas
en que surgen estrofas no aprendidas
cuando calla el placer y hablan las penas.

Las extrañas canciones
entre la sombra vuelan,
mezclándose del viento a los rugidos
y al sordo rebramar de la tormenta.

Vagan en el ramaje,
cruzan por la maleza,
y el paso no les corta la falange
de sabinos cual mudos centinelas.

Se extienden en los lagos
de superficie tersa
donde crecen los juncos cimbradores
y sus corolas abren las ninfeas.

Cruzan por los maizales
cuyas cañas esbeltas
sus hinchadas espigas, a las lluvias
levantan a los cielos en ofrenda.

¿Quién canta esas canciones?
¿Quién dice esas endechas,
que ya traspuesto el sol y quieto el mundo
repiten los cenzontles en la selva?

¿De qué garganta brotan?
¿Quién delira con ellas
y en la imponente majestad del bosque
en tristísimas horas las eleva?

Mirad, hay en el fondo,
tras la enramada espesa,
dominando los altos ahuehuetes
una montaña de verdor cubierta.

La mano de un gigante
amontonó sus piedras,
sobre las cuales fabricó un palacio,
para propio solaz, un rey azteca.

Son espesos sus muros,
angostas son sus puertas,
y parece, mirado desde lejos,
vetusta cripta en la extensión desierta.

Pega el nopal al muro
sus espinosas pencas,
y como cenicientos obeliscos
los órganos tristísimos lo cercan.

No tiene escudo noble
tan rara fortaleza,
ni levadizo puente, ni ancho foso,
ni rastrillo, ni glacis, ni poterna.

No guarda férreos cascos,
ni lanzas, ni rodelas,
ni resonó jamás en sus salones
la armadura brutal de la Edad Media.

Los señores que ha visto
esgrimen arco y flecha,
llevan al combatir desnudo el sexo
y adornada con plumas la cabeza.

Obscuros son sus ojos,
sus cabelleras negras,
su cutis, siempre al sol, color de trigo,
sencillas sus costumbres y su lengua.

En tan triste palacio
con sus damas se hospeda
siempre sola, llorosa y resignada,
como un lirio con alma, una princesa.

Y vive sin que nadie
a visitarla venga,
que por rencor y celos y venganza
víctima del amor allí la encierran.

Amó, cual amar saben
en su raza, en su tierra,
las mujeres que encienden sus pupilas
con la del alma inextinguible hoguera,

Un hermano celoso
de su pasión intensa,
mató al indio bizarro que formaba
el culto terrenal de la doncella.

Y entonces con la rabia
que electriza a las fieras,
cuando el artero cazador destroza
al cachorro que esconden en la cueva,

ella tomó en sus manos
la macana de piedra
y castigó a su hermano con un golpe
que bien pudo arrancarle la existencia.

El padre, como ejemplo,
como justa sentencia,
la alejó de su lado y encerróla,
del viejo bosque en la mansión severa.

Y allí con la alborada,
cuando la luz despierta,
cuando en todas las ramas hay cantares
y alza un himno de amor toda la selva,

cuando se abren las fibras
y en sus corolas tiemblan
los pintados y errantes chupamirtos
que de sabrosas mieles se alimentan,

se oye como desciende,
por las abruptas peñas,
envuelta en un mantón de blancas plumas,
seguida de sus damas, la Princesa.

Siempre al pisar el bosque
toma la misma senda,
para buscar el sitio apetecido
en que el placer y la delicia encuentra.

Allá, bajo las ramas
más verdes, más espesas,
y donde en haces de colores vivos
el sol naciente sus fulgores quiebra,

engastada en el musgo
cual líquida turquesa,
convidando a la vida y al deleite,
espejo del follaje, está la alberca.

El manantial fecundo
al fondo borbotea,
sin que nadie perciba sus rumores
ni la quietud perturbe de la selva.

Dicen que cuando alguno
se posa en sus arenas,
queda encantado y con extraña forma,
y el que a buscarlo va, jamás lo encuentra.

Por eso todos temen,
y aún los hombres recelan,
sumergirse en las ondas cristalinas
de una agua tan azul y tan serena.

Sólo la hermosa joven,
cuando a los bordes llega,
fija en el manantial una mirada
que es la viva expresión de una promesa.

Deja el manto de pluma,
sus cabellos destrenza,
y a las caricias púdicas del agua,
dando tregua al dolor, feliz se entrega.

Y míranse en las ondas
las formas hechiceras,
deslizarse flotantes y tranquilas
como la flor que la corriente lleva.

Si el bello busto asoma,
sobre los senos ruedan
las gotas trasparentes y brillantes
como si fuesen lágrimas o perlas.

Y cuando el cuerpo airoso
quieto flotando queda,
parece que el cristal azul y terso,
enamorado sus contornos besa.

Semeja blanca ondina,
ruborosa sirena,
que, con un beso, el sol americano
quemó su piel y la tornó trigueña.

¿Oís? cantan muy dulce
las aves de la selva,
las brisas no estremecen el ramaje,
ni el heno gris en los sabinos tiembla.

El aire está suspenso,
ningún rumor se eleva,
porque en el viejo bosque centenario
juega desnuda la gentil doncella.


Salta un instante al borde
de la azulosa terma,
y los encantos que la dio natura
sin velo encubridor al aire muestra.

Y escúchase de pronto
un grito de sorpresa,
cual lo lanzara el que soñó en un cielo
y al fin, sin esperarlo, lo contempla.

Por el vetusto bosque,
el grito aquel resuena,
y levanta los ojos espantados
la ninfa que en las aguas se refleja.

Y sin tino, temblando,
pálida, como muerta,
descubre entre las ramas de un sabino
de un ser desconocido la cabeza.

Es un amante osado,
es un guerrero azteca,
que adora a la doncella y la persigue,
y hoy en su virgen desnudez la acecha.

Sin conceder más tiempo
de que sus formas vea,
herida en su pudor la altiva joven
se sumerge en el agua con violencia.

Y al manantial desciende
y toca sus arenas,
y se pierde a los ojos de sus damas
y el guerrero la busca y no la encuentra.

Cruzaron varios soles
por la azulada esfera,
y nadie supo el postrimer destino
de aquella humana y púdica azucena.
Que allí quedó encantada,
refieren las leyendas,
y que al mediar los soles y las lunas
flota sobre la líquida turquesa.

Su nombre ignoran todos,
nadie ignora sus penas,
y quedan de sus gracias como espejo
los movibles cristales de la alberca.

La calle del niño perdido (Juan Manuel Peza)


Al rayar de una mañana
serena, apacible y pura,
cuando el alba su hermosura
envuelve en manto de grana,

cuando entre vivos fulgores
y entre céfiros suaves,
el espacio todo es aves
y la tierra toda flores;

y tras el lejano monte
de la noche como huella
se ve la postrer estrella
temblar en el horizonte;

y junto a la estrella está
cual maga que la sostiene,
celosa del sol que viene
la luna que ya se va

y suena la algarabía
en boscajes y colinas
de mirlos y golondrinas,
saludando al rey del día;

con una pompa real
que noble gente corteja
llegó una feliz pareja
a la iglesia Catedral.

Era selecta la grey,
pues ya la gente contaba
que el Arzobispo oficiaba
y era padrino el Virrey.

Entrando en el santuario
se fueron a arrodillar
en el más lujoso altar
de cuantos tuvo el Sagrario.

Apuestos eran él y ella;
de gran fortuna ella y él
de treinta años el doncel
y de veinte la doncella.

Los dos contentos y ufanos,
llenos de fe y de ilusiones,
ya unidos sus corazones
iban a enlazar sus manos.

De nuevas dichas en pos 
se les vio salir unidos
con sus amores ungidos
por la bendición de Dios.

Y bien pronto en la ciudad
se supo con alegría
que el despuntar de aquel día
fue todo felicidad.

Repitiendo en cada hogar
que ya estaba desposada
doña Blanca de Moncada
con don Gastón de Alhamar.


II

Para rencores y duelos
de amor en el paraíso
el infierno darnos quiso
una serpiente: los celos.

No hay corazón más herido
ni con más sed de venganza
que el que pierde la esperanza
de verse correspondido.

Y que mira por su mal,
que mientras más sufre y llora,
más se distingue y se adora
a un poderoso rival.

No está, pues, mal expresado,
por quien sintió tantos dolores,
que ser rival en amores
es odiar y ser odiado.

Mientras Blanca se enlazaba
con Gastón a quien quería,
bajo la nave sombría
un hombre la contemplaba.

Era de semblante duro,
de mirar torvo y dañino:
Blanca lo halló en su camino
cual se encuentra un aire impuro.

Le repugnó su ardimiento
y él la siguió apasionado
cual si ella fuera el pecado
y él fuese el remordimiento.

En alas de la pasión
la importunaba y seguía,
y ella callaba y sufría
sin revelarlo a Gastón.

Y llegó a ser tan osado,
que le dijo con maldad:
"Por fuerza o por voluntad
has de venir a mi lado".

"Has burlado mi esperanza
me niegas tu fe y tu mano;
Blanca: soy napolitano,
cuídate de mi venganza!".

Blanca todo desdeñó,
libre de duelo y pesares,
pero llegó a los altares
y al hombre aquel encontró.

Al bajar la escalinata
vio de la nave a lo lejos,
dos ojos cuyos reflejos
le estaban diciendo: ¡ingrata!

Y brillaban por igual
ese modo que sonroja,
porque recuerdan la hoja
de envenenado puñal.

Se sintió desfallecer
tuvo miedo a oculto lazo,
y dando a Gastón el brazo
se irguió para no caer.

-¿Qué tienes? -dijo Gastón-
-¿Palideces, Blanca mía?
- Palidezco de alegría,
de contento, de emoción. 

Y de la sombra al través
el napolitano herido,
clamó con sordo rugido:
"¡Caerán los dos a mis pies!".

Y con semejante infernal
como el lobo tras la oveja,
tras de la gentil pareja
salió de la Catedral.


III

¡Cuán dichoso es un hogar
donde reina una fe pura
y se cifra la ventura
en ser amado y amar!

Hermoso y seguro puerto
del mundo en las tempestades,
fanal de eternas verdades
de la vida en el desierto.

Gastón y Blanca, allí a solas,
en santa pasión se abrasan
y todas sus horas pasan
serenas como las olas.
Forma en su rica mansión
el lazo de su cariño,
un ángel de paz, un niño,
viva imagen de Gastón.

Respira el aire salubre
sin zozobra y sin fatigas
que acaricia a las espigas
en las mañanas de octubre.

Causa envidia al arrebol
de su mejilla el carmín,
y es cual la flor de un jardín
abierta al beso del sol.

En su tez sin mancha alguna
hay la limpidez de un astro,
y parece de alabastro
cuando reposa en la cuna.

Blanca dobla las rodillas
para dormido admirarlo.
Gastón, por no despertarlo,
se le acerca de puntillas.

Y apasionados él y ella
lo ven con dulces sonrojos,
cual ven unos mismos ojos
la luz de una misma estrella.

Y la flor recién nacida
talismán de dichas era,
porque la ilusión primera
¡le dio en un beso la vida!

Cuando soñaron los dos
por primogénito un hombre,
pensaron: tendrá por nombre
"El regalado por Dios".

Y cumplido el noble afán,
igual en Blanca y Gastón,
como Dios le dio un varón
le dieron por nombre: Juan.

Y trajo rasgos tan bellos
de gracia viril tesoro,
y era tan brillante el oro
de sus rizados cabellos,

que al llevarlo ante la Cruz
a recibir el bautismo,
que forma en el cristianismo
Jordán de gracia y de luz,

soñándolo ya un artista
o pensador de renombre,
lo advocaron bajo el nombre
de Juan el Evangelista.

Y así aquel niño sin par,
flor de celestes pensiles,
miró lucir tres abriles
sin lágrimas en su hogar.

Siempre en la faz de Gastón
hubo sonrisa al mirarlo;
Blanca siempre al contemplarlo
alzó al cielo una oración.

Y no puedo describir
los sueños que ambos tenían,
cuando al verlo discurrían
en su incierto porvenir.

Y eran felices los dos,
que al hogar que amor encierra
un hijo trae a la tierra
las bendiciones de Dios.


IV

La dicha de aquel hogar
se vino a eclipsar al fin,
y fue el rubio serafín
motivo de tal pesar.

El Destino, injusto y ciego,
que lo más sagrado arrasa,
en cierta noche la casa
envolvió ondas de fuego,

y entre el inmenso terror
que el incendio produjera,
Blanca, en la extendida hoguera,
busca el fruto de su amor.

Gastón, corriendo aturdido,
al hijo tierno buscaba
y como un loco gritaba:
"¡Volvedme al Niño Perdido!"

Y las llamas ascendían
terribles y destructoras,
y raudas y abrasadoras
cuanto hallaban, consumían.

Blanca y Gastón, como fieras
que su cachorro les quitan,
braman, se revuelven, gritan
con voces tan lastimeras-

que por piedad o cariño,
el peligro desdeñando,
muchos los siguen llorando
en busca del tierno niño,

Y Gastón; sin sombra alguna
de temor; con ciego empuje,
sobre una viga que cruje
se adelanta hasta la cuna.

¡Aquí! con gran alegría
está el niño, a todos dice,
mas pronto ve al infelice
que está la cuna vacía.

Siente romperse los lazos
que lo ligan a este mundo
y con un dolor profundo
alza la cuna en sus brazos.

Corre, y al punto que asoma
con Blanca por la escalera;
de un golpe la casa entera
retronando se desploma.

No hay bálsamo que mitigue
de Gastón la pena ardiente;
corre, y lo sigue la gente,
y Blanca, loca, lo sigue.

Cruzan por una calleja
donde existe sobre el muro
un viejo retablo obscuro
que humilde altar asemeja.

Con amargura infinita
Gastón se postra de hinojos
y fija los tristes ojos
en esa imagen bendita.

-"¡Oh, Madre de los Dolores!
dice mirándola fijo,
Devuélveme por tu Hijo
al hijo de mis amores!".

Y a la vez que en la sombría
calleja, otra voz se alzaba.
Era Blanca que gritaba: 
-"¡Dadme a mi hijo, Madre mía!"

Y cuando la gente ya
rezando les acompaña,
en lo alto una voz extraña
a todos dice: - "¡Allí está!"

Reina un silencio profundo;
los ánimos se han turbado,
el eco que han escuchado
les parece de otro mundo.

Vuelve los ojos Gastón
sin proferir nueva queja,
y al fondo de la calleja,
mal oculto en un ancón,

halla al raptor inhumano
que carga al niño en un hombro;
Blanca lo ve y con asombro
exclama: "¡El napolitano!"

Gastón le asalta derecho
con ciega rabia infernal,
y el raptor saca un puñal
para clavarlo en su pecho.

Y audaz grita: -¡El que incendió
tu casa para vengarse,
podrá matar o matarse,
mas dar a este niño, no!

-¡Infame! Gastón agrega
y, erizado su cabello,
salta, lo coge del cuello,
y emprende así ruda brega.

--¡Madre! ¡Madre! El niño grita;
su dulce voz Blanca escucha
y sin miedo de la lucha
sobre ambos se precipita.

Mientras Gastón al raptor
estrangula, acude Blanca
que de los hombros le arranca
al tesoro de su amor.

La gente, entusiasta, admira
a Gastón, que con su mano
ahoga al napolitano,
que se retuerce y expira.

Cuando ya muerto lo ve,
y halla a Blanca con su hijo,
al raptor con regocijo
le pone en el cuello el pie.

Se cruza airoso de brazos
triunfante y de gozo ardiente,
impidiendo que la gente
destroce al vil en pedazos.

Blanca, loca de alegría,
arrodíllase llorando
ante el retablo gritando:
"¡Gracias, gracias, madre mía!"

No juzga el hallazgo cierto
en sus delirios febriles,
y en tanto los alguaciles
van a recoger al muerto.

Vuelve a su esposa Gastón,
mira al niño, se embelesa,
y grita cuando lo besa:
"¡Hijo de mi corazón!"

Todo el pueblo enternecido,
llora, clama, palmotea
y hasta el más pobre desea
besar al niño perdido.

Y torna la paz al alma;
la pena es gozo profundo,
que siempre viene en el mundo
tras la tempestad la calma.


V

Blanca, a quien sólo aconseja
la piedad actos de amor,
dejó de tan gran dolor
un recuerdo en la calleja.

Puso un nicho y unas flores,
emblemas de su cariño,
y en el nicho a Jesús Niño
perdido entre los Doctores,

y una lámpara que ardía
símbolo de devoción
invitando a la oración
en la noche y en el día.

Y año tras año corrido
respeta el hecho la fama;
y aquella calle se llama
"Calle del Niño Perdido".