Las cuatrocientas espadas del brandy - Rafael Chaparro Madiedo
Me mataste. Eso es lo único que sé. También sé que estoy en el cielo. Por fortuna. Llevaba diez minutos de muerta y me pediste un cigarrillo. Yo busqué en mi cartera y te ofrecí uno de mis mentolados. Lo encendiste y te fuiste al balcón y lo fumaste en silencio mientras los fogonazos silenciosos del cigarro te iluminaban los ángulos del rostro. Afuera llovía. Era una lluvia mezclada con los pasos de los gatos que se deslizaban por los techos buscando un poco de calor. Me mataste en una noche de lluvia. Eso había sido demasiado para ti. Nunca has soportado la lluvia, ni los Stones más allá de las once de la noche. Después de las seis no puedes soportar las películas inglesas, ni los cafés cargados. Eres extraño Spada. Muy extraño. Ese día que me mataste me llamaste desde algún teléfono del parque Giordano Bruno y me dijiste hey baby vamos a ver Naked de Mike Leigh y yo te dije, pobre idiota ilusa, claro baby nos vemos a las seis en la estación de metro Radio City.
Esa tarde vagué sin sentido por la ciudad. Me metí al metro, cubrí varias rutas, fui al barrio árabe a la calle Dranaz por un hash. Luego me fumé el hash en el parquecito mientras miraba el tren elevado. Alguien desde el tren me hizo una seña con la mano y yo le mandé un beso que se diluyó en el aire caliente de la tarde. Fue un maldito beso que explotó en el núcleo del aire, puff!, y desapareció para siempre. Finalmente cogí la ruta del Radio City para cumplirte la cita y cuando entré al metro parecía que la gente se moría poco a poco en las nubes alucinógenas de las cinco de la tarde, esas nubes negras que olían a heroína con orines.
Más tarde nos encontramos en Lourdres. Estabas en el parque. Las palomas grises hacían maniobras confusas en el aire precario de la tarde y el olor de la lluvia me entró a los pulmones y me intoxicó. Caminamos por la trece y el conjunto de las luces, el conjunto de los rostros y de los olores nos marearon lentamente. Las campanas de Lourdes empezaron a sonar en el tejido del aire. En el aire había latidos. Grandes latidos. Latidos. Latidos de un corazón invisible, herido y borracho que bombea tinieblas sobre la lluvia, sobre la noche.
Antes de entrar a cine tomamos un café donde los árabes. Sensación conocida: café cargado, negro, espeso, un cigarrillo. Una conversación banal. Un golpe en el estómago. Mierda. Adrenalina pura. Subordinación. Escalofrío. Un tabaco. Un Marlboro. Otro café. Un beso. Un silencio. Un golpe en la cabeza. Salimos del café, mareados, aturdidos, y el ruido de la ciudad nos abaleó el pecho y las miradas. Me dieron ganas de que te largaras para la mierda, pero dada la casualidad de que íbamos a ver Naked de Mike Leigh y entonces sentí en el corazón cuatrocientos golpes, cuatrocientos golpes de brandy, cuatrocientos golpes de lluvia, cuatrocientos golpes de heroína, cuatrocientos golpes de sangre, de carne, de pólvora, de humo azul, cuatrocientos golpes de tristeza, cuatrocientos golpes de cuatrocientas aves muertas revoloteando en mi pecho.
En el cine, la fauna de siempre. Un par de mamertos. Una pareja de viejos embutidos en sus viejos gabanes, el borracho que siempre encontrábamos en los cines alternativos con su botella de coñac y las chicas universitarias con cara de que no se las habían comido en meses por estar viendo películas para solitarios todas las noches. Salí enamorada de Johnny, el clochard de la película. Yo te dije después que nunca había visto un man que se fumara tanto como ese. Era un man vestido de negro siempre envuelto en una nube de humo, un man como tú y yo, un triste man siempre flotando en las nubes confusas de los días como aviones absurdos, perdidos, a la deriva, un man como tú y yo navegaba en el cielo maligno de los días, esos días llenos de pequeñas lluvias donde se te llenaba la boquita de heroína y saliva negra. Un man bacano, ese Johnny.
Entonces llegamos a tu apartamento. Me metiste tres balazos en el corazón. Once de la noche. Me mataste. Después fumamos, tomamos un café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos atravesados por cuatrocientas espadas brillantes antes del café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos llenos de humo, dos cuerpos desnudos atropellados por la alucinación, dos cuerpos desnudos con la sangre llena de perros atroces, dos cuerpos desnudos naufragando en alguna ola de la marea de la noche, dos cuerpos oscuros fulgurando antes de apagarse para siempre el reflejo caliente de la lluvia.
A la media noche salimos y nos dirigimos a la estación del metro y allí me dejaste. Baby. Creíste que nunca más me ibas a volver a ver. Pura mierda. Me subiste al vagón y diste media vuelta. Yo me fui bien muerta. Lo último que me acuerdo eres tú fumando y yo sentada en el vagón mientras éste se deslizaba hacia la oscuridad del túnel.
Es verdad. Me mataste. Y estoy en el cielo, tal como tú querías. En el cielo. Tal como querían mis padres y tú. Muerta, en el cielo.
Ahora he vuelto. Estoy en el balcón. Tú acabas de regresar del cine. Me ves. Te detienes. Te acercas. Me observas en silencio. Fumas un cigarrillo. No has cambiado mucho baby. Abres la ventana. Afuera llueve. Me acaricias la cabeza con suavidad. Me dejo tomar en tus manos y me pones frente a ti. Entonces te clavo el pico en un ojo y la sangre brota lentamente. Mierda. Te saco el otro ojo.
Afuera llueve y las luces de la ciudad son peces suicidas que se destrozan en las aguas sucias y turbulentas de la tiniebla. Estás tirado en la mitad del salón y el viento frío de la noche te cubre. Llevas diez minutos muerto. Yo llevo diez minutos convertida en paloma.
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