jueves, 3 de marzo de 2011

El callejón del Beso (Juan Manuel Peza)


Una noche invernal, de las más bellas
con que engalana enero sus rigores
y en que asoman la luna y las estrellas
calmando penas e inspirando amores;
noche en que están galanes y doncellas
olvidados de amargos sinsabores,
al casto fuego de pasión secreta
parodiando a Romeo y a Julieta.

En una de esas noches sosegadas,
en que ni el viento a susurrar se atreve,
ni al cruzar por las tristes enramadas
las mustias hojas de los fresnos mueve
en que se ven las cimas argentadas
que natura vistió de eterna nieve,
y en la distancia se dibujan vagos
copiando el cielo azul los quietos lagos;

llegó al pie de una angosta celosía,
embozado y discreto un caballero,
cuya mirada hipócrita escondía
con la anchurosa falda del sombrero.
Señal de previsión o de hidalguía
dejaba ver la punta de su acero
y en pie quedó junto a vetusta puerta, 
como quien va a una cita y está alerta.

En gran silencio la ciudad dormida, 
tan sólo turba su quietud serena, 
del Santo Oficio como voz temida 
débil campana que distante suena,
o de amor juvenil nota perdida 
alguna apasionada cantilena 
o el rumor que entre pálidos reflejos 
suelen alzar las rondas a lo lejos.

De pronto, aquel galán desconocido 
levanta el rostro en actitud violenta 
y cual del alto cielo desprendido 
un ángel a su vista se presenta
-¡Oh Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has venido!
-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.
Y el tiempo que contesta a tal reproche 
daba el reloj las doce de la noche.

Y dijo la doncella: - "Debo hablarte
con todo el corazón; yo necesito
la causa de mis celos explicarte.
Mi amor, lo sabes bien, es infinito,
tal vez ni muerta dejaré de amarte
pero este amor lo juzgan un delito
porque no lo unirán sagrados lazos,
puesto que vives en ajenos brazos.

"Mi padre, ayer, mirándome enfadada
-me preguntó, con duda, si era cierto
que me llegaste a hablar enamorado,
y al ver mi confusión, él tan experto,
sin preguntarme más, agregó airado:
prefiero verlo por mi mano muerto
a dejar que con torpe alevosía
mancille el limpio honor de la hija mía.

"Y alguien que estaba allí dijo imprudente:
¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,
es guapo, decidor, inteligente,
donde quiera que está resalta y brilla,
mas conozco también a una inocente
mujer de alta familia de Castilla,
en cuyo hogar, cual áspid, se introdujo
y la mintió pasión y la sedujo.

Entonces yo celosa y consternada
le pregunté con rabia y amargura,
sintiendo en mi cerebro desbordada
la fiebre del dolor y la locura:
-¿Esa inocente víctima inmolada
hoy llora en el olvido su ternura?
Y el delator me respondió con saña:
-¡No! La trajo Manrique a Nueva España.

"Si es la mujer por condición curiosa
y en inquirir concentra sus anhelos,
es más cuando ofendida y rencorosa
siente en su pecho el dardo de los celos
y yo, sin contenerme, loca, ansiosa,
sin demandar alivios ni consuelos,
le pregunté por víctima tan bella
y en calma respondió: -Vive con ella.

"Después de tal respuesta que ha dejado
dudando entre lo efímero y lo cierto
a un corazón que siempre te ha adorado
y sólo para ti late despierto, 
tal como deja un filtro envenenado
al que lo apura, sin color y yerto:
no te sorprenda que a tu cita acuda
para que tú me aclares esta duda".

Pasó un gran rato de silencio y luego
Manrique dijo con la voz serena
-"Desde que yo te vi te adoro ciego
por ti tengo de amor el alma llena;
no sé si esta pasión ni si este fuego
me ennoblece, me salva o me condena,
pero escucha, Leonor idolatrada,
a nadie temo ni me importa nada.

"Muy joven era yo y en cierto día
libre de desengaños y dolores,
llegué de capitán a Andalucía, 
la tierra de la gracia y los amores.
Ni la maldad ni el mundo conocía,
vagaba como tantos soñadores
que en pos de algún amor dulce y profundo
ven como eterno carnaval el mundo.

"Encontré a una mujer joven y pura,
y no sé qué la dije de improviso,
la aseguré quererla con ternura
y no puedo negártelo: me quiso.
Bien pronto, tomó creces la aventura;
soñé tener con ella un paraíso
porque ya en mis abuelos era fama:
antes Dios, luego el Rey, después mi dama.

"Y la llevé conmigo; fue su anhelo
seguirme y fue mi voluntad entera;
surgió un rival y le maté en un duelo,
y después de tal lance, aunque quisiera
pintar no puedo el ansia y el desvelo
que de aquella Sevilla, dentro y fuera,
me dio el amor como tenaz castigo
del rapto que me pesa y que maldigo.

"A noticias llegó del Soberano
esta amorosa y juvenil hazaña
y por salvarme me tendió su mano,
y para hacerme diestro en la campaña
me mandó con un jefe veterano
a esta bella región de Nueva España...
¿Abandonaba a la mujer aquella?
soy hidalgo, Leonor, ¡vine con ella!

"Te conocí y te amé, nada te importe
la causa del amor que me devora; 
la brújula, mi bien, siempre va al norte;
la alondra siempre cantará a la aurora.
¿No me amas ya? pues deja que soporte
a solas mi dolor hora tras hora;
no demando tu amor como un tesoro,
¡bástame con saber que yo te adoro!

"No adoro a esa mujer; jamás acudo
a mentirle pasión, pero tú piensa
que soy su amparo, su constante escudo,
de tanto sacrificio en recompensa.
Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,
si ofrecerte mi mano es una ofensa
nada exijo de ti, nada reclamo,
me puedes despreciar, pero te amo".

Después de tal relato, que en franqueza
ninguno le excedió, calló el amante,
inclinó tristemente la cabeza;
cerró los ojos mudo y anhelante
ira, celos, dolor, miedo y tristeza
hiriendo a la doncella en tal instante
parecían decirle con voz ruda:
la verdad es más negra que la duda.

Quiere alejarse y su medrosa planta
de aquel sitio querido no se mueve,
quiere encontrar disculpa, mas le espanta
de su adorado la conducta aleve;
quiere hablar y se anuda su garganta,
y helada en interior como la nieve
mira con rabia a quien rendida adora
y calla, gime, se estremece y llora.

¡Es el humano corazón un cielo!
Cuando el sol de la dicha lo ilumina
parece azul y vaporoso velo
que en todo cuanto flota nos fascina:
si lo ennegrece con su sombra el duelo,
noche eterna el que sufre lo imagina,
y si en nubes lo envuelve el desencanto
ruge la tempestad y llueve el llanto.

¡Ah! cuán triste es mirar marchita y rota
la flor de la esperanza y la ventura,
cuando sobre sus restos solo flota
el negro manto de la noche obscura;
cuando vierte en el alma gota a gota
su ponzoñosa esencia la amargura
y que ya para siempre en nuestra vida
la primera ilusión está perdida.

Leonor oyendo la vulgar historia
del hombre que encontrara en su camino,
miró eclipsarse la brillante gloria
de su primer amor, casto y divino;
su más dulce esperanza fue ilusoria,
culpaba, no a Manrique, a su destino
y al fin le dijo a su galán callado:
-"Bien; después de lo dicho, ¿qué has pensado?

"Tanta pasión por ti mi pecho encierra
que el dolor que me causas lo bendigo;
voy a vivir sin alma y no me aterra,
pues mi culpa merece tal castigo.
Como a nadie amaré sobre la tierra
llorando y de rodillas te lo digo,
haz en mi nombre a esa mujer dichosa,
porque yo quiero ser de Dios esposa.

Calló la dama y el galán, temblando,
dijo con tenue y apagado acento:
-"Haré lo que me pidas; te estoy dando
pruebas de mi lealtad, y ya presiento
que lo mismo que yo te siga amando
me amarás tú también en el Convento;
y si es verdad, Leonor, que me has querido
dame una última prueba que te pido.

"No tu limpia pureza escandalices
con este testimonio de ternura
no hay errores, ni culpas, ni deslice
entre un hombre de honor y un alma pura;
si vamos a ser ambos infelices
y si eterna ha de ser nuestra amargura,
que mi postrer adiós que tu alma invoca
lo selles con un beso de mi boca".

Con rabia, ciega, airada y ofendida,
-"No me hables más, - repuso la doncella -
sólo pretendes verme envilecida
y mancillarme tanto como a aquélla.
Te adoro con el alma y con la vida
y maldigo este amor, pese a mi estrella,
si hidalgo no eres ya ni caballero
ni debo amarte, ni escucharte quiero".

Manrique, entonces la cabeza inclina,
siente que se estremece aquel recinto,
y sacando una daga florentina,
que llevaba escondida bajo el cinto
como un tributo a la beldad divina
que amó con un amor jamás extinto,
altivo, fiero y de dolor deshecho
diciendo :-"Adiós, Leonor", la hundió en su pecho.

La dama, al contemplar el cuerpo inerte
en el dintel de su mansión caído,
maldiciendo lo negro de la suerte,
pretende dar el beso apetecido.
Llora, solloza, grita ante la muerte
del hombre por su pecho tan querido,
y antes de que bajara hasta la puerta
la gente amedrentada se despierta.

Leonor, a todos sollozando invoca
y les pide la lleven al convento
junto a Manrique, en cuya helada boca
un beso puede renovar su aliento.
Todos claman oyéndola: "¡Está loca!"
y ella, fija en un solo pensamiento
convulsa, inquieta, lívida y turbada
cae, al ver a su padre, desmayada.

Y no cuentan las crónicas añejas
de aquesta triste y amorosa hazaña,
si halló asilo Leonor tras de las rejas
de algún convento de la Nueva España.
Tan fútil como todas las consejas,
si ésta que narro a mi le lector extraña,
sepa que a la mansión de tal suceso,
llama la gente: "El Callejón del Beso".

Carta (Juan Manuel Peza)


Con letras ya borradas por los años,
en un papel que el tiempo ha carcomido,
símbolo de pasados desengaños,
guardo una carta que selló el olvido.

La escribió una mujer joven y bella.
¿Descubriré su nombre? ¡ No, no quiero!
pues siempre he sido, por mi buena estrella,
para todas las damas caballero.

¿Qué ser alguna vez no esperó en vano
algo que, si se frustra, mortifica?
Misterios que al papel lleva la mano,
El tiempo los descubre y los publica,

Aquellos que juzgáronme felices
en amores; que halagan mi amor propio,
aprendan de memoria lo que dice
la triste historia que a la letra copio:

“Dicen que las mujeres sólo lloran
cuando quieren fingir hondos pesares,
los que tan falsa máxima atesoran,
muy torpes deben ser o muy vulgares.

Si cayera mi llanto hasta las hojas
donde temblando está la mano mía,
para poder decirte mis congojas,
con lágrimas mi carta escribiría.

Mas si el llanto es tan claro que no pinta,
y hay que usar de otra tinta más obscura,
la negra escogeré, porque es la tinta
donde más se refleja mi amargura.

Aunque no soy para soñar esquiva
sé que para soñar nací despierta.
Me he sentido morir, y aún estoy viva;
Tengo ansias de vivir, y ya estoy muerta.

Me acosan del dolor fieros vestigios.
¡Qué amargas son las lágrimas primeras!
Pesan sobre mi vida veinte siglos,
y apenas cumplo veinte primaveras.

En esta horrible lucha en que batallo,
aun cuando débil tu consuelo imploro,
quiero decir que lloro y me lo callo,
y más risueña estoy cuando más lloro.

¿Por qué te conocí? Cuando temblando
de pasión, sólo entonces no mentida,
me llegaste a decir: ¡ te estoy amando
con un amor que es vida de mi vida!

¿Qué te respondí yo? Bajé la frente;
triste y convulsa, te estreché la mano,
porque un amor que nace tan vehemente,
es natural que muera muy temprano.

Tus versos para mí conmovedores
los juzgué flores puras y divinas,
olvidando, insensata, que las flores
todo lo pierden, menos las espinas.

Yo, que como mujer, soy vanidosa,
me vi feliz creyéndome adorada,
sin ver que la ilusión es una rosa
que vive solamente una alborada.

¡Cuántos de los crepúsculos que admiras,
pasamos entre dulces vaguedades,
las verdades juzgándolas mentiras,
las mentiras creyéndolas verdades!

Me hablabas de tu amor, y absorta y loca,
me imaginaba estar dentro de un cielo,
y al contemplar tus ojos y tu boca
tu misma sombra me causaba celo.

Al verme embelesada al escucharte,
clamaste,-aprovechando mi embeleso-,
“Déjame arrodillar para adorarte”,
y al verte de rodillas te di un beso.

Te besé con arrojo, no se asombre
un alma escrupulosa o timorata:
la insensatez no es culpa. Besé a un hombre,
porque toda pasión es insensata.

Debo aquí confesar que un beso ardiente,
aunque robe la dicha y el sosiego,
es el placer más grande que se siente
cuando se tiene un corazón de fuego.

Cuando toqué tus labios fue preciso
soñar que aquel placer se hiciera eterno.
Mujeres: es el beso un paraíso
por donde entramos muchas al infierno.

Después de aquella vez, en otras muchas,
apasionado tú, yo enternecida,
quedaste vencedor en esas luchas
tan dulces en la aurora de la vida.

¡Cuántas promesas, cuántos devaneos!
El grande amor con el desdén se paga;
toda llama que avivan los deseos,
pronto encuentra la nieve que la apaga.

Te quisiera culpar y no me atrevo;
es, después de gozar, justo el hastío;
yo, que soy un cadáver que me muevo,
del amor de mi madre desconfío.

Me engañaste, y no te hago ni un reproche,
era tu voluntad y fue mi anhelo;
reza, dice mi madre, en cada noche;
y tengo miedo de invocar al cielo.

Pronto voy a morir; esa es mi suerte.
¿Quién se opone a las leyes del destino?
Aunque es camino obscuro el de la muerte,
¿quién no llega a cruzar, ese camino?

En él te encontraré; todo derrumba
el tiempo, y tú caerás bajo su peso:
tengo que devolverte en ultratumba
todo el mal que me diste con tu beso.

¿Mañana he de vivir en tu memoria?
En aquella región quizá sombría
mostrar a Dios podremos nuestra historia.
Adiós... Adiós... hasta el terrible día.

Leí estas líneas y en eterna ausencia
esa cita fatal vivo esperando...
Y sintiendo la noche en mi conciencia,
guardé la carta y me quedé llorando

miércoles, 2 de marzo de 2011

El bigote del tigre (Anónimo)


Una mujer joven llamada Yun Ok fue un día a la casa de un ermitaño de la montaña en busca de ayuda.
El ermitaño era un sabio de gran renombre, hacedor de ensalmos y pociones mágicas.
Cuando Yun Ok entró en su casa, el ermitaño, sin levantar los ojos de la chimenea que estaba mirando, dijo:
-¿Por qué viniste?
Yun Ok respondió:
-Oh, Sabio Famoso, ¡estoy desesperada! ¡Hazme una poción!
-Sí, sí, ¡hazme una poción! -exclamó el ermitaño-. ¡Todos necesitan pociones! ¿Podemos curar un mundo enfermo con una poción?
-Maestro -insistió Yun Ok-, si no me ayudas, estaré verdaderamente perdida.
-Bueno, ¿cuál es tu problema? -dijo el ermitaño, resignado por fin a escucharla.
-Se trata de mi marido -comenzó Yun Ok-. Tengo un gran amor por él. Durante los últimos tres años ha estado peleando en la guerra. Ahora que ha vuelto, casi no me habla, a mí ni a nadie. Si yo hablo, no parece oír. Cuando habla, lo hace con aspereza. Si le sirvo comida que no le gusta, le da un manotazo y se va enojado de la habitación. A veces, cuando debería estar trabajando en el campo de arroz, lo veo sentado ociosamente en la cima de la montaña, mirando hacia el mar.
-Si, así ocurre a veces cuando los jóvenes vuelven a su casa después de la guerra -dijo el ermitaño-. Prosigue.
-No hay nada más que decir, Ilustrado. Quiero una poción para darle a mi marido, así se volverá cariñoso y amable, como era antes.
-!Ja! Tan simple, ¿no? -replicó el ermitaño-. ¡Una poción! Muy bien, vuelve en tres días y te diré qué nos hará falta para esa poción.
Tres días más tarde, Yun Ok volvió a la casa del sabio de la montaña.
-Lo he pensado -le dijo-. Puedo hacer tu poción. Pero el ingrediente principal es el bigote de un tigre vivo. Tráeme su bigote y te daré lo que necesitas.
-¡El bigote de un tigre vivo! -exclamó Yun Ok-. ¿Cómo haré para conseguirlo?
-Si esa poción es tan importante, obtendrás éxito -dijo el ermitaño. Y apartó la cabeza, sin más deseos de hablar.
Yun Ok se marchó a su casa. Pensó mucho en cómo conseguiría el bigote del tigre. Hasta que una noche, cuando su marido estaba dormido, salió de su casa con un plato de arroz y salsa de carne en la mano. Fue al lugar de la montaña donde sabía que vivía el tigre.
Manteniéndose alejada de su cueva, extendió el plato de comida, llamando al tigre para que viniera a comer.
El tigre no vino.
A la noche siguiente Yun Ok volvió a la montaña, esta vez un poco más cerca de la cueva. De nuevo ofreció al tigre un plato de comida.
Todas las noches Yun Ok fue a la montaña, acercándose cada vez más a la cueva, unos pasos más que la noche anterior. Poco a poco el tigre se acostumbró a verla allí.
Una noche, Yun Ok se acercó a pocos pasos de la cueva del tigre. Esta vez el animal dio unos pasos hacia ella y se detuvo. Los dos quedaron mirándose bajo la luna. Lo mismo ocurrió a la noche siguiente, y esta vez estaban tan cerca que Yun Ok pudo hablar al tigre con una voz suave y tranquilizadora.
La noche siguiente, después de mirar con cuidado los ojos de Yun Ok, el tigre comió los alimentos que ella le ofrecía. Después de eso, cuando Yun Ok iba por las noches, encontraba al tigre esperándola en el camino.
Cuando el tigre había comido, Yun Ok podía acariciarle suavemente la cabeza con la mano. Casi seis meses habían pasado desde la noche de su primera visita. Al final, una noche, después de acariciar la cabeza del animal, Yun Ok dijo:
-Oh, Tigre, animal generoso, es preciso que tenga uno de tus bigotes. ¡No te enojes conmigo!
Y le arrancó uno de los bigotes.
El tigre no se enojó, como ella temía. Yun Ok bajó por el camino, no caminando sino corriendo, con el bigote aferrado fuertemente en la mano.
A la mañana siguiente, cuando el sol asomaba desde el mar, ya estaba en la casa del ermitaño de la montaña.
-¡Oh, Famoso! -gritó-. ¡Lo tengo! ¡Tengo el bigote del tigre! Ahora puedes hacer la poción que me prometiste para que mi marido vuelva a ser cariñoso y amable.
El ermitaño tomó el bigote y lo examinó. Satisfecho, pues realmente era de tigre, se inclinó hacia adelante y lo dejó caer en el fuego que ardía en su chimenea.
-¡Oh señor! -gritó la joven mujer, angustiada- ¡Qué hiciste con el bigote!
-Dime como lo conseguiste -dijo el ermitaño.
-Bueno, fui a la montaña todas las noches con un plato de comida. Al principio me mantuve lejos, y me fui acercando poco cada vez, ganando la confianza del tigre. Le hablé con voz cariñosa y tranquilizadora para hacerle entender que sólo deseaba su bien. Fui paciente. Todas las noches le llevaba comida, sabiendo que no comería. Pero no cedí. Fui una y otra vez. Nunca le hablé con aspereza. Nunca le hice reproches. Y por fin, una noche dio unos pasos hacia mí. Llegó un momento en que me esperaba en el camino y comía del plato que yo llevaba en las manos. Le acariciaba la cabeza y él hacía sonidos de alegría con la garganta. Sólo después de eso le saqué el bigote.
-Sí, sí -dijo el ermitaño-, domaste al tigre y te ganaste su confianza y su amor.
-Pero tú arrojaste el bigote al fuego -exclamó Yun Ok llorando-. ¡Todo fue para nada!
-No, no me parece que todo haya sido para nada -repuso el ermitaño-. Ya no hace falta el bigote. Yun Ok, déjame que te pregunte algo: ¿es acaso un hombre más cruel que un tigre? ¿Responde menos al cariño y a la comprensión? Si puedes ganar con cariño y paciencia el amor y la confianza de un animal salvaje y sediento de sangre, sin duda puedes hacer lo mismo con tu marido.
Al oír esto, Yun Ok permaneció muda unos momentos. Luego avanzó por el camino reflexionando sobre la verdad que había aprendido en casa del ermitaño de la montaña.

Carta a una señorita en París (Julio Cortázar)


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

martes, 1 de marzo de 2011

Cansancio (Oliverio Girondo)

Cansado.
¡Sí!
Cansado
de usar un solo bazo,
dos labios,
veinte dedos,
no sé cuántas palabras,
no sé cuántos recuerdos,
grisáceos,
fragmentarios.

Cansado,
muy cansado
de este frío esqueleto,
tan púdico,
tan casto,
que cuando se desnude
no sabré si es el mismo
que usé mientras vivía.

Cansado.
¡Sí!
Cansado
por carecer de antenas,
de un ojo en cada omóplato
y de una cola auténtica,
alegre,
desatada,
y no este rabo hipócrita,
degenerado,
enano.

Cansado,
sobre todo,
de estar siempre conmigo,
de hallarme cada día,
cuando termina el sueño,
allí, donde me encuentre,
con las mismas narices
y con las mismas piernas;
como si no deseara
esperar la rompiente con un cutis de playa,
ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,
acariciar la tierra con un vientre de oruga,
y vivir, unos meses, adentro de una piedra.

Aparición urbana (Oliverio Girondo)


¿Surgió de bajo tierra?
¿Se desprendió del cielo?
Estaba entre los ruidos,
herido,
malherido,
inmóvil,
en silencio,
hincado ante la tarde,
ante lo inevitable,
las venas adheridas
al espanto,
al asfalto,
con sus crenchas caídas,
con sus ojos de santo,
todo, todo desnudo,
casi azul, de tan blanco.
Hablaban de un caballo.
Yo creo que era un ángel.